Tempus fugit

R. podía escuchar en su cabeza el tiempo correr. No era el típico sonido rítmico, cadencioso, al que los relojes o los metrónomos han acostumbrado nuestros oídos que lo convierte en una sucesión de instantes aislados, sino un rumor continuo, a medio camino entre un zumbido y el ruido blanco que se escucha al acercar al oído una caracola.

Desde su infancia había convivido con ese murmullo imposible de asir, que se escapaba como lo haría la niebla y convertía continuamente el futuro en pasado. Muchas veces intentó silenciarlo, ilusionado con la idea de que eso le permitiría detener el tiempo, pero cuanto mayor era el silencio en que se sumía más intenso parecía el sonido.

Con los años se le fue haciendo más difícil tolerar aquel murmullo que parecía cada vez más amenazador. Puede que sonara con la misma intensidad de siempre, pero le resultaba más y más insoportable. Le resultaba difícil concentrarse en las cosas que antes le apasionaban, obsesionado con su presencia.

Hasta que un día consiguió detenerlo. Al contrario que en aquellas películas donde alguien tenía el poder de detener el tiempo y seguía interactuando con el mundo mientras lo demás a su alrededor permanecía estático, cuando consiguió silenciar su sonido el tiempo se detuvo solo para él, escapándose por las costuras que acababa de abrir en su cráneo.