La mujer de los tacones

Poco importa su nombre.  Nos referiremos a ella como la mujer de los tacones, porque nunca se la ha visto sin estar subida en alguno de los múltiples pedestales que atesora y sobre los que camina confiada –o eso parece al menos-.

La mujer de los tacones sale de casa en su coche rojo y pinta sus labios a juego aprovechando los semáforos que también lo hacen, mientras suena rock and roll. La mujer de los tacones sube en ascensor a la oficina y saluda con energía y optimismo a su alrededor. Se prepara un café y, mientras lo toma, bromea con el tipo del traje gris marengo -uno de ellos- sobre el nuevo peinado de él. Luego se afana en los quehaceres, y recibe con una sonrisa en su despacho.

La mujer de los tacones come algo ligero en un restaurante, bebe a sorbos lentos un té verde y regresa a su trabajo hasta la hora en que el sol empieza a ponerse a primeros de abril y después se dispersa repartiendo guiños con una cerveza en la mano.

Luego, cuando llega a casa, la mujer de los tacones mira con desprecio a esa que al otro lado del espejo se desmaquilla, echa de menos, llora y traga una pastilla roja para dormir hasta el día siguiente.