Melodías de otro tiempo

Ahí os dejo un breve relato, por si alguien gusta…

Una melodía acelerada, en que me pareció reconocer la Tarantella para piano de Chopin, salía aquella mañana fría y soleada de invierno de alguna de las casuchas aparentemente ruinosas colándose en la calle como si quisiera incitar a quienes pasaban por la acera -solo había una en aquella callejuela estrecha y perdida que tenía los números pares e impares del mismo lado- a bailar a su ritmo para desprenderse del veneno invisible de la ciudad.

No era facil determinar de cuál de los edificios estrechos manaba aquel sonido, tal vez el número dieciseis o el diecisiete, seguramente de la segunda y última planta. Todos ellos igualmente desvencijados, lucían cristales rotos en sus ventanas de madera carcomida por la humedad, de modo que de alguna forma me sorprendía más el hecho de que alguien viviese allí a que emplease sus horas practicando al piano.
Me entretuve en aquel sonido durante los metros que alcanzó hasta perderse de mi oido.

Volví a pasar algunas veces más por aquella calle durante los siguientes años y siempre sonaba música al piano, casi siempre de Chopin. Incluso una tarde, tiempo después de aquella mañana, descubrí al pasar que volvía a sonar la misma melodía de la primera vez. Me paré delante de la puerta de madera del número dieciseis y me pareció que quien ejecutaba la composición había conseguido una maestría al instrumento bastante notable, aunque el sonido del piano no era tan preciso como debiera. La curiosidad acerca del intérprete que retaba al tiempo con aquellas notas se hizo fuerte, aunque no insalvable.

Sin embargo, cuando más tarde las circunstancias me hicieron abandonar de forma un tanto precipitada aquella ciudad, sentí la necesidad de regresar de nuevo a aquella calle. Era, contrariamente a la primera vez que la crucé, una calurosa tarde de verano, pero cuando me resguardé a la sombra del portal sonaba de nuevo la misma música de aquella mañana.
Me adentré en el portal en penumbra -no acerté a encontrar ningún interruptor- y subí unas escaleras de madera raída que chirriaban a cada paso hundiéndose bajo los pies, siguiendo la música del polaco.
Solo había una vivienda en cada planta y la de la segunda, de donde salía inequívocamente la melodía, no parecía tener un timbre. Llamé insistentemente con los nudillos sin obtener respuesta, y sin que cesase la música. Antes de darme por vencido, giré el pomo de la pesada puerta, que resultó estar abierta. Desde el umbral saludé a voz en grito y luego, prudente, avancé siguiendo el rastro del piano por entre el desorden. En el piso de madera había trozos de libros viejos, algunos cascotes caídos de las paredes, excrementos de paloma resecos, hojas de periódicos viejos revueltas, y al fondo una puerta que daba acceso al cuarto de donde salía la música. Hacía fresco allí dentro.

Esta vez apenas esperé a abrirla después de haber llamado. Al otro lado de la puerta, en un pequeño cuarto con las paredes recubiertas de un papel pintado amarillento que empezaba a despegarse, lo mejor de los clásicos daba vueltas sobre un tocadiscos.
Esperé a que terminase, luego la aguja volvió sola al principio del disco y comenzó de nuevo la Tarantella. Entonces, salí del cuarto cerrando de nuevo la puerta, e hice lo mismo con la principal antes de salir al calor húmedo de la calle. Al día siguiente dejé la ciudad y aun no he vuelto, pero me pregunto si la música aun seguirá haciendo bailar por dentro a los que pasan por allí.