Fragmentos A.4

[…]Un vagabundo.

El viaje hasta Bruselas fue bastante agradable y rutinario, salvando algún imprevisto sin mayor importancia, como la pequeña odisea que supuso abrir la tapa del depósito de carburante del coche que había alquilado en el momento en que paré a repostar. Cuando aterrizamos en el aeropuerto iba pleno de expectación.
Expectación por conocer la ciudad, descubrir con mis propios ojos los rincones que había visto antes por ojos de otros, y expectación por reencontrarme con Alejandro después de bastante tiempo.

Nuestro último encuentro había sido cuando a raíz de una fugaz visita que había hecho a Madrid, su madre consiguió que tomase un tren e hiciese una aun más breve a una casa que ya no era la suya. Si exceptuábamos aquella ocasión, cosa que tampoco sería muy osado hacer habida cuenta que apenas habíamos tenido ocasión de saludarnos, hacía ya algo más de seis años que no nos veíamos. Habíamos mantenido un cierto contacto escrito, que fue especialmente prolijo los primeros meses para ir luego perdiendo intensidad con el tiempo.
Alejandro me enviaba postales, cumpliendo con la petición que yo le había hecho cuando partió hacia un primer destino del que entonces yo creía que estaría de vuelta al cabo de tres meses, y yo le respondía a su correo electrónico por considerarlo el único buzón en el que mis disertaciones sobre una realidad trillada podían llegar a encontrarle. A pesar de que sus postales no eran lo que se dice minuciosas en detalles acerca de los viajes, durante aquellos primeros meses hice una buena colección de tarjetas que daban cuenta de sus aventuras por el mundo.
Todas ellas con mi dirección escrita en tinta color verde con su habitual caligrafía apresurada pero delicada y ciertamente inmutable, de trazos redondeados que parecieran haber sido estampados sin levantar el bolígrafo del papel, por cómo todas las letras de cada palabra se conectaban entre sí. Un surco verde arrancaba en la esquina inferior izquierda de la ‘D’ mayúscula y la atravesaba hasta la cresta de la ‘I’. Si examinaba el envés de cada una de aquellas postales, vería exactamente los mismos trazos invariables especificando mis señas. Los mismos ceros cruzados por una línea oblicua ligeramente abombada aparecían en el código postal, delimitando el conjunto vacío de mi vida.

Algo más de tres años habían transcurrido entre la postal de Buenos Aires y la de Nueva York, y casi otros tantos entre esta y la de Brujas que llegó a casa dentro de un sobre en lugar de presentarse desnuda en mi buzón como parecían indicar las convenciones de la correspondencia.

Entraba dentro de lo lógico que poco a poco sus misivas se fuesen espaciando cada vez más a medida que sus viajes iban dejando de ser una correría, una excursión, y convirtiéndose en su nueva vida, una especie de rutina nómada que le empujaba a lo largo de diferentes ciudades y países.
Al fin y al cabo, yo tampoco le enviaba crónicas de mi existencia en la oficina, de mis jornadas de diez u once horas, mis almuerzos en el comedor de la empresa o en la cafetería de dos calles más allá –un bar familiar que debía llevar allí en torno a treinta años y cuyo mayor encanto residía precisamente en que parecía no haber experimentado cambio ni reforma alguna desde entonces-, las reuniones, los libros que leía después de cenar o las películas que veía un mis sesiones dobles del fin de semana, la sonrisa balsámica e inocente de la chica morena del primero, una jovencita de dieciocho o diecinueve años que, Alejandro, también estudia Matemáticas como hicimos nosotros. Me saluda educadamente cuando me cruza en el portal, con su libro de cálculo diferencial bajo el brazo y por un momento vuelvo atrás esos diez años que nos separan, me imagino compartiendo con ella las jornadas de estudio, un día en su cuarto del primero y otro en el mío del cuarto. La veo ilusionada, vital, llena de proyectos, aspiraciones y expectativas como estábamos nosotros y entonces, Alejandro, no siento el profundo desencanto que otras veces me embarga sino que por el contrario, experimento solo una intensa añoranza y una lúcida percepción de lo que es la felicidad que, por un momento, me empuja a salir a la calle a cantar alabanzas a la vida. A veces escribía a Alejandro un correo electrónico más o menos en esos términos, pero luego lo borraba porque no me sentía con derecho a interrumpir su vida para pedirle que prestase atención a la mía, que no dejaba de ser una más despojada de interés, así que nuestras largas horas juntos a diario de antaño terminaron convirtiéndose en apenas un par de mensajes más o menos protocolarios al año.

Frente a mi día a día desprovisto de interés, la trayectoria de Alejandro se me revelaba envidiable, apasionante, y encontraba una especial satisfacción en encontrar periódica confirmación de que al menos él parecía haber sobrevivido al tedio, en seguir sus andanzas.

Por eso cada mes leía con deleite las revistas que me las mostraban a todo color. Por eso cuando aterricé en Bruselas esperaba con impaciencia reencontrarme con un Alejandro jovial y entusiasta. Pero quien espera con impaciencia es, a menudo, quien más boletos tiene para ser decepcionado por la realidad. Esa, y no otra, sería la idea central en torno a la que se articularía todo aquel fin de semana. Decepción.