Fragmentos A.3

 Iluso[…]

En mi improvisado oasis de cemento gris quizás sea el centro de bastantes miradas.  No sé muy bien por qué, pero ese pensamiento viene a mi mente y, como quiera que no consigo apartar esa idea sin buscar confirmación o desmentido en la realidad, resuelvo levantar la vista y mirar alrededor.


Aunque el lugar en que me he situado es amplio, un intento de plazoleta que se queda en poco más que un ensanche de las aceras sin pretensiones ni otra flora que la que la que sobrevive en dos grandes maceteros de metal que se adivinan recién barnizados con una pátina destinada a dar un aspecto envejecido, la percepción última es la de un espacio perdido. El leve desnivel de la calle es salvado en la parte más cercana a mi fortín –y a la calzada- por media docena de escalones anchos y largos pero de una altura casi ridícula y más allá, con la separación de una barandilla que también luce pintura de estreno, por una rampa cuya dificultad cabría calificar de inexistente y que nadie parece animarse a usar.   Ancianos, jóvenes, madres con y sin sus hijos, e incluso ciclistas –estos últimos parecen encontrar en la disposición de los escalones un extraordinario acicate para su pericia-  se rinden a la línea recta –tanto topográfica como social- de los peldaños y sospecho que si apareciese de repente alguien por la esquina cabalgando una silla de ruedas también le veríamos bajar, orgulloso, los seis pasos.

Durante unos minutos me detengo a conjeturar acerca del destino –en tanto rumbo- de algunas de esas personas.
Resulta lógico pensar que el hombre del traje oscuro de raya diplomática que camina a buen paso tomando nota de algo en la esquina de un periódico doblado en cuatro partes que intenta abarcar en su mano izquierda mientras sostiene el teléfono móvil contra su oreja apoyándose en el hombro se encuentra en medio de una ajetreada jornada laboral, tal vez acabe de salir de una reunión que se ha dilatado más de lo previsto y se encamine a otra que sea la última del día. O tal vez esté ultimando telefónicamente algún detalle y en cuanto pueda librarse de la indudablemente embarazosa postura que ha adoptado para esa última llamada imprevista apagará el teléfono, aflojará el nudo de su corbata burdeos y se dirija a su casa. 
Tal vez allí le esté esperando su gato, que aparecerá de alguna parte cuando se abra la puerta meneando suavemente la punta de su cola enhiesta, frotará su cuerpo primero con el perfil de madera y, tras acariciar con su frente y su naricilla el pantalón, dará media vuelta para guiarle hacia el interior de la casa a mostrarle algún descubrimiento invisible o el rincón donde le esperaba. O puede que vaya a cenar a casa de su madre, que le contará que la vecina del cuarto se ha liado, a sus años, con un chaval que es casi tan joven como tú y, no contenta con pasearse de su mano por el barrio, exhibe sin pudor en el tendedero la lencería de estreno que acredita su condición de renacida carnal. O tal vez no haya gato ni madre, y el hombre del traje desate su corbata para tomarse un gin-tonic con una mujer sin nombre.  En cualquier caso, en tales cábalas, el destino del hombre de la corbata burdeos es poner fin, aunque sea temporalmente, a la inquietud y la prisa que ahora mismo secuestran sus movimientos y los de tantos otros que pasan por mi lado y que parece que, afortunadamente, no me prestan atención.

Me gusta ser invisible para ellos.  Reparo en que hace mucho que no he visto mi imagen y que no sé qué aspecto tengo ahora mismo.  Lo cierto es que no me preocupa, así que no sopeso siquiera la opción de acercarme al escaparate de la tienda más cercana para usarlo de espejo.  Tan solo me serviría para ver al otro lado a un tipo escuálido, con una barba y una cabellera descuidadas, un monigote vestido con harapos que me mira rascándose la cabeza.  Un vagabundo.