Tren Fantasma

Tren Fantasma

Plena noche, apenas un tenue brillo de la luna filtrándose entre nubes, tan solo un grado antes del negro más indescifrable. El tren que renquea entre valles y montañas dotando el ambiente de la familiaridad de un sonido constante que confirme que viaja rodeado de vivos, se detiene y se apagan las luces.

Resultaría complicado saber el lugar donde se encuentran, incluso aunque la oscuridad no lo cegase todo, en ese trayecto cuyas vías solitarias parten montes y se abren camino entre la nieve. Todos los demás pasajeros parecen dormir en sus vetustos pero cómodos asientos mientras él cavila en su insomnio.

No emplea mucho tiempo en especular sobre todas las razones posibles del repentino silencio y pronto se pierde, con la mirada puesta desde su asiento de ventanilla sobre un exterior que apenas puede imaginar, en reflexiones acerca de su vida, de por qué está en ese momento en ese vagón. Piensa, irremediablemente, en ella. O, siendo más preciso, en su ausencia. Ha pasado ya bastante tiempo, y aunque ya empieza a costarle recordar su rostro o el olor que desprendía su pelo, el vacío angustioso sigue igual de presente, torturándole, como dos caballos atados a sus extremidades, tirando de él en direcciones opuestas. Por un lado, le empuja a olvidar, a sobreponerse para seguir viviendo. Por otro, a aferrarse a aquel pasado que ya no es sino ficción.

Casi dormitando, se dispersa en un extraño inventario de los últimos años. Personas que no sabe dónde están, viajes sin dirección concreta, películas con final abierto, crucigramas ambiguos, óperas que no comprendió, vasos sin fondo, novelas leídas desapasionadamente, canciones y poemas aprendidos de memoria, oraciones repetidas sin fe, bombillas fundidas, cerillas que dejó consumirse hasta quemar la yema del dedo, conversaciones sin sentido y soliloquios abandonados.

Mientras cuenta todo aquello, irremediablemente conectado entre sí y con aquel último viaje, transcurre la noche y empieza a amanecer. Todos los demás pasajeros del vagón, lo último que cuenta, parecen dormidos aun. La anciana menuda que abraza un abrigo negro casi tan grande como ella. El joven de tez blanquecina con una novela desvencijada abierta en precario equilibrio sobre su pecho. La mujer de la cicatriz en la mejilla izquierda y la niña que se acurruca sobre el asiento y bajo su brazo protector.

No sabe cuánto tiempo ha pasado, pero está saliendo el sol en una fría mañana de invierno cuando comprende que ha llegado a su destino, decide abrir la puerta del vagón y emprender el camino. Solo vuelve la vista atrás una vez más hacia el vagón, que yace en medio de la nada sin su máquina, para comprobar que a través de sus ventanas puede ver en el interior a los pasajeros que parecen dormidos aun.