Relato: Historia de un salto

Nunca había pensado en tirarme por un acantilado.  Puestos a suicidarse, hay formas mucho mejores, incluso para alguien que no sabe nadar. Simplemente ocurrió. 

Me acerqué a visitar aquel viejo monumento que colgaba al borde de las peñas como homenaje a los marineros o algo así como tantas veces.  Tiempo atrás había sido uno de los puntos obligados de visita para los turistas, pero la erosión del mar y el óxido lo habían acabado sumiendo en el olvido.  La primera había horadado las peñas dejandolo en una comprometida posición, a punto de caer, y el segundo lo había convertido, aliado con el salitre, en un viejo prematuro corroído que ya no salía bonito en las fotos.

Gracias a eso había podido convertirlo en mi lugar de reflexión.  Cuando algo me preocupaba, cuando quería gritar, llorar o reir en soledad, cuando quería pensar, subía a sentarme bajo su arco metálico, al borde del acantilado, donde solo se oía el rumor ensordecedor del mar.

Aquella tarde me sentía cansado, aburrido, melancólico, solo.  Sentado en mi sitio al borde del mar, sentí que me llamaba.  Así de simple.  El rumor del mar, o tal vez mi cabeza, me contaba que ya nada me esperaba allí arriba.  Aquella tarde, no miré al mar del horizonte, al que prometía mundos lejanos y amores imposibles, sino al que rompía bajo mis pies comiendo día tras día, lento pero seguro, la roca a pedacitos.  Pensé en mí como una roca a la que las olas desgastaban poco a poco hasta hacerla desaparecer en el fondo del mar convertida en arena, y me pareció mejor idea soltarme y hundirme entero.

Así fue como salté. 

Sentí cómo el agua fría iba alcanzando cada uno de mis músculos, y como entraba luego dentro de mí por la nariz y por la boca. Sentí como iba llenando mi cuerpo. Cómo llenaba los huecos vacíos. Comprendí entonces lo que me quería decir desde hacía tanto tiempo toda aquella agua.

Así fue como aprendí a nadar.