Madurez

Caminaban siempre al mismo paso los dos, y casi siempre cogidos de la mano. Sabían a donde iban pero caminaban con la cadencia y el ademán de quien sale a pasear por una ciudad desconocida por el puro placer de recorrerla.

En ocasiones, incluso se les podía ver señalando y descubriéndose el uno al otro algún pequeño detalle como si fuese la primera vez que lo veían. Se detenían y admiraban el nido que unos pájaros alborotados habían plantado en las ramas de algún árbol. Luego se daban un suave beso, apenas una caricia, en los labios y echaban a andar de nuevo.

A veces hacían un alto a mitad de camino en una cafetería, se sentaban con su taza en una de las mesas junto a los ventanales y al pasar, desde el exterior, podías ver cómo hablaban entre ellos sin necesidad de palabras.

No sé -probablemente nadie lo sabía- cómo se llamaban, sólo que eran la envidia eterna de toda la ciudad. Tal vez lo sigan siendo.