Evaporación

Evaporación

Lo primero que perdió fueron unas gafas de sol de brillante montura metálica y finas patillas negras tras las que a veces se escondía. Sopesó que se las pudieran haber robado, pero a su alrededor solo había gente buena, así que tras seguir todos sus pasos buscándolas, se dio por vencido y asumió que las había extraviado.
Poco después le sucedió algo parecido con su pluma favorita, una estilográfica de resina negra y platino que solía acompañarle casi siempre. Maldiciendo el descuido que no acertaba a saber cuándo había cometido, se prometió a sí mismo poner especial atención para no tener que volver a extrañar la ausencia de nada más.

Y sin embargo le volvió a ocurrir. Un paraguas, el disco de canciones clásicas que levantaba su ánimo, un libro que aun no había terminado de leer desaparecieron repentinamente. Algunos de aquellos objetos tenían especial importancia para él –si no, quizás no hubiera reparado en su ausencia, como no lo hizo cuando faltó una naranja del frutero, o la primera vez que uno de los calcetines amaneció sin pareja- y por eso mismo nunca las reponía por otras, ya que su verdadera alma –los objetos también tienen- la componían las historias tras ellos. A veces soñaba incluso que encontraba alguno de ellos.

Con el tiempo descubrió que los objetos terminaban por desaparecer igualmente, por mucha prudencia que aplicase, lo cual le sirvió para vivir un poco más tranquilo. Comenzó a apuntarlos en un cuaderno, añadiendo la situación aproximada en que se habían esfumado. Con el tiempo, el inventario de cosas desaparecidas se fue haciendo cada vez más grande y preciso.
Un portavelas que había sobre la mesilla de noche, el frasco de perfume con forma de herradura, el extraño suceso de los clips de su despacho –un lunes desparecieron todos los azules y al siguiente los verdes-, la pareja de reyes del ajedrez que se fugó junta y terminó siendo seguida por todos sus peones.

Así fue llenando páginas enteras con una minúscula letra, hasta que un día mientras escribía la retahíla de desvanecimientos del día el bolígrafo se le evaporó –esa fue la palabra que usó- entre las manos. Comprendió lo que estaba a punto de pasar y, por primera vez en largo tiempo, se permitió el lujo de repasar las largas páginas del cuaderno antes de que se escurriese imparable por entre los dedos.

Luego me llamó, me contó esta historia y se despidió. Desde entonces nadie le ha vuelto a ver, aunque a veces aparece en mis sueños.