Fragmentos (C.9)

[…] dentro de él cuando los escribió.

Lo onírico era bastante recurrente en sus relatos, así como los recuerdos y la memoria. En algunos, ambos conceptos se entremezclaban y se confundían. Pero quizá la noción más frecuente en sus historias era la de identidad, que estaba presente en mayor o menor medida en la mayor parte de sus mejores relatos. Predominaban los personajes solitarios, a menudo trazados de melancolía, que buscaban o huían de algo; un pasajero que viajaba en un tren sentado en el sentido contrario de la marcha imaginando que el tiempo se desplazaba en sentido contrario como las cosas que se alejaban, o un atormentado personaje que emprende la búsqueda en su cabeza de un recuerdo extraviado para terminar por encontrarlo en la de otra persona cuando ya se ha resignado a darlo por definitivamente perdido.

Una pareja de aparentes desconocidos que se cruza todas las mañanas a la misma hora en la calle con la extraña percepción de conocerse de algo más que ese diario encuentro fugaz y que todas las noches se reencuentran en sueños que no recuerdan al amanecer de nuevo separados.

Empezó a parecerme injusto, casi egoísta, dejar esas historias encerradas en la habitación. Había encontrado un pequeño tesoro que no debía dejar allí olvidado, que no quería dejar de compartir, y empecé a pensar en mostrarlos, como Alejandro parecía haber prometido a algunas personas. Espoleado por los acontecimientos de aquellos días, con la motivación infundida por la relectura de alguna de las historias que me parecían demasiado esclarecedoras para dejarlas apagarse en mi memoria y, por qué no decirlo, aprovechando que la desaparición de Adela de la cafetería había restado bastante interés al almuerzo-merienda diario, se me ocurrió la idea de transcribirlos en el ordenador y compartirlas.
No me costó mucho componer una modesta página en internet donde ir publicando algunos de los textos a modo de homenaje. La titulé con el nombre completo de Alejandro y añadí un encabezamiento que decía “Estos textos son la memoria de un hombre que vivió creando imágenes y, renegando de ellas, comenzó a escribir hasta el día de su muerte.” En ella iría depositando el contenido de los papeles con la pretensión de preservarlo. Un propósito más para completar la extraña partición del tiempo que me aferraba al lugar.

Leía, transcribía, tomaba notas, respondía correspondencia y, desconectado de la vida que acababa de dejar aparcada en España, pasaba los días como un investigador centrado en su tesis, concentrado en un empeño tan particular que arrinconaba otras preocupaciones haciéndome invisible. Sentado al inmenso escritorio no existía nada más aunque, ciertamente, había detectado –aunque fuera inconscientemente- la conveniencia de hacer tomar parte de aquel trabajo a alguien más.

Vanidad, instinto de supervivencia de la cordura o designio de otra fuerza, qué importa ya. La primera historia que publiqué, una brevísima fábula sobre un hombre que decide dejar de dormir para no tener que enfrentarse a una oscuridad –añoranza, melancolía, tristeza, pesadumbre, amargura, desconsuelo, miedo- inmediatamente anterior al sueño, llevaba el título “Avaricia”. Esas pocas líneas apretadas pusieron en marcha el engranaje, accionaron el interruptor, y un hombre recluido acabó por escuchar un sonido vibrante y artificioso, semejante al de un ejército de campanillas afónicas repicando a toda velocidad.

Hubo de sonar varias veces para que relacionase con una presencia humana, con una llamada, el repiqueteo del timbre que sonó en alguna parte del salón. Era por la tarde, probablemente llevaba en aquella casa cerca de un mes, porque ocurrió una semana después de transcribir ‘Avaricia’ y justo cuando acababa de terminar de hacer lo mismo con ‘Fuego’.
Despertado por aquel sonido del ensimismamiento, apenas intuí por primera vez lo ridículo de mi circunstancia: un hombre solo, encerrado en una habitación de una casa que no era suya, en una ciudad prácticamente desconocida –no sabía siquiera el nombre de la calle en que estaba la cafetería de que Adela había desaparecido misteriosamente, me bastaba con saber la dirección que seguir para volver allí- dedicado casi por completo a recuperar una vida y obra ajenas.

El timbre sonó dos veces más sin que me decidiese a levantarme, cruzar el salón y abrir la puerta. Estaba tomando conciencia de mi situación mientras una llave giraba en la cerradura. Escuché los pasos apagados moviéndose por el salón, reconociendo la habitación vacía, deteniéndose delante del sofá rojo, y luego un llanto espontáneo. En ese preciso instante, sentí por fin el impulso de abandonar el escritorio y salí al salón a abrazar a la chica que caminaba despacio. Había recogido del asiento la fotografía con su nombre escrito en el envés y la apretaba en sus manos; siguiendo el brillo de las lágrimas hasta su origen en la luz de sus ojos, descifré –recordé- su nombre: “Bienvenida, Lucía”.