De regalo de Navidad, un relato

Para todos aquellos que me pidieron en los últimos meses leer alguno de mis relatos, hoy me siento con ganas de mostrar uno. Concretamente el último. Os lo dejo antes de que me arrepienta…


FUEGO

Tenía en un cajón de su mesilla de noche una caja con velas, de esas pequeñitas con un fino envoltorio de metal plateado, y cada noche encendía una. Como en un ritual casi litúrgico, cada noche se metía en la cama y prendía una de las candelas con una cerilla que luego apagaba ahogando entre su índice y su pulgar. Estaban ligeramente perfumadas y de ellas salía un humo invisible que, como nadie lo podía ver, se colaba bajo las puertas inundando todas las estancias con un olor a rosas demasiado real para ser artificial y demasiado fresco para ser inerte. Más de una vez me desperté creyendo que dormía en un jardín de rosas coronadas por gotas de fino rocío.

No necesitaba despertador, pues cada mañana se despertaba cuando la llama que iluminaba apenas unos metros en torno a su mesilla se extinguía, y con ella las fantasmales sombras que provocaba. Tiraba entonces la vela consumida y se entregaba a las pocas labores de su solitaria vida hasta que a la noche, cuando ya el olor a rosa apenas sí se percibía, sacaba otra vela de la caja y le cedía durante una noche su lugar privilegiado en el centro del mueble sobre el que solo había permanentemente un viejo marco de plata con un retrato en blanco y negro.

Una mañana dejó de oler a rosas en el edificio. Busqué durante días por docenas de tiendas de toda la ciudad velas con olor a rosa, pero al prenderlas olian a fresa o, como mucho, a rosas machacadas. Me aseguraron que no sería capaz de encontrar velas ni aceites esenciales que oliesen a rosas frescas así que planté rosales en la terraza para poder disponer de ellas a diario y ahora vigilo que frente a esas dos tumbas la rosa esté siempre fresca y la llama, prendida.