Fragmentos (C.2)

Más de un mes después, vuelvo pordosolía

[…]el azar y las entrañas.

Cruzar el umbral sabiendo que al otro lado de la puerta estaban las cosas que habían sobrevivido a Alejandro, a las que había dotado de significado, fue como penetrar en un santuario de extraña familiaridad. En la casa que había ocupado durante los últimos meses todo parecía igual a la primera visita que hiciera unas semanas atrás. Mi primera parada fue frente al sofá rojo del salón, donde me despertara entonces.

No sé el tiempo que permanecí de pie mirando fijamente el hueco vacío. Puede que fuese apenas un minuto, o tal vez mucho más, pero durante ese tiempo la percepción dio un vuelco. Yo no estaba de pie mirando al sofá vacío, sino tumbado en él, dormido boca abajo con la cabeza ligeramente ladeada y el brazo derecho colgando en busca del suelo con el dedo índice extendido y quien contemplaba la escena era Alejandro. La perspectiva de que todo lo ocurrido en las últimas semanas formase parte de un sueño estrambótico del que estaba a punto de despertar resultaba plausible y hasta más racional que la propia realidad.

La llamada maldita y todas las demás, el encuentro con los padres de Alejandro, la conversación con mi jefe, el puñado de cientos de kilómetros recorridos, bien podrían haber sido una invención del inconsciente pero en ese caso debiera haberme despertado al tomar conciencia de ello. No puede uno permanecer dentro de una ficción una vez es consciente de su existencia, igual que no puede maravillarle un espectáculo de magia una vez conoce el truco. Y sin embargo, allí seguía. Alejandro no me había despertado, ni siquiera estaba ya aunque su rastro fuese imposible de desligar de lo que había conocido a través suyo, lo que le daba a toda aquella casa el aspecto de un santuario lóbrego.

Había visitado a sus padres solo dos días antes. No derramaron una sola lágrima. Parecía que ya hubiesen olvidado a su hijo. No lo digo porque no llorasen, al fin y al cabo, yo tampoco lo hice a pesar de cuánto me afectó. Pero la actitud de profunda tristeza parecía mezclarse en su rostro con una especie de indiferencia que tal vez fuese química pero que en cualquier caso no llevaba allí dos días sino mucho tiempo más.
Se diría que hacía ya muchos años que le habían dado por perdido. Se comportaron de una forma tan aséptica que semejaban más dos empleados de pompas fúnebres explicándome los pormenores como si quisieran terminar lo antes posible para empezar a olvidar. No parecía que les preocupase mucho la memoria de su hijo, circunstancia que probablemente hizo que a mí me preocupase más y terminase viajando a su casa para hacerme cargo de lo que quedaba de él: el testimonio de su paso por el mundo.
La revista donde solía publicar con más frecuencia informó con una breve nota que completaron con unas cuantas de sus fotografías más representativas impresas en un tamaño casi invisible y de otro par de ellas que calificaban de inéditas, “su último trabajo”. Allí estaba efectivamente, su último trabajo, cuyo pie de foto no explicaba dónde habían sido tomadas aquellas imágenes. La convicción de ser la única persona que sabía que aquellos paisajes tan hermosos no eran más que una de las últimas quimeras de Alejandro que yo mismo había visto surgir de la nada unas semanas antes convertidas ahora en una broma de ultratumba, despertó una profunda impaciencia y nerviosismo: debía viajar a Brujas de nuevo porque si no rescataba lo que Alejandro había creado allí, se perdería para siempre, sería como si nunca hubiese existido.