Fragmentos (B.1)

[…]para morir.

La casa en que se había establecido Alejandro gozaba de una amplitud generosa, puede incluso que excesiva, para una persona sola. Ocupaba la mitad de la primera planta de un edificio de típica arquitectura flamenca de dos alturas que seguramente había sido en su origen una única vivienda. El inmenso salón en que me desperté era claramente su centro y funcionaba como distribuidor de una residencia concebida sin pasillo alguno, lo que contribuía a acentuar la amplitud de la estancia al tiempo que lo cuajaba de puertas.

Desde el sofá-cama en que había pasado la noche tenía frente a mí dos balcones casi contiguos por los que entraba un torrente de luz solo levemente tamizada por unas cortinas blancas –el color dominante en la estancia- tras las que se situaban, entonces apartadas, otras oscuras y de un tejido mucho más denso y pesado. Era el único de los cuatro flancos donde no había alguna puerta a la que asomarse. A mi diestra quedaba la principal por la que habíamos entrado horas antes, fácilmente distinguible por su aspecto robusto, así como la cadenilla de seguridad que permitía entreabrirla. Carecía de la típica mirilla para curiosos y cotillas, y aparentaba bastante antigua con un porte rotundo en madera maciza oscurecida por sucesivas capas de barniz.

A la izquierda, una primera daba acceso al dormitorio de Alejandro y, a su lado, otra era la que llevaba al baño, como bien aclaraba un colgador que mostraba a una oronda dama resguardándose del chorro de la ducha bajo un enorme paraguas. Detrás de mí, tras los raíles de una corredera anchísima, debía estar -por eliminación- la cocina.
Cuando me incorporé para recuperar mi reloj de la mesa de centro en que lo había depositado por la noche vi la nota adhesiva que me había dejado Alejandro a su lado. Sobre el amarillo apagado del papel había escrito en grandes mayúsculas de color verde “Voy a entregar el coche. Vuelvo pronto. Hay desayuno en la cocina”.

Faltaban solo unos minutos para las diez de la mañana. Me sorprendió haber sido capaz de dormir tanto tiempo seguido en una cama extraña y no haberme siquiera desvelado cuando Alejandro se levantó, cuando se aproximó a dejar la nota a mi lado, cuando cerró tras de sí la pesada puerta del apartamento, o mientras preparaba los gofres que esperaban en la cocina. Fue al deslizar la puerta sobre sus rieles persiguiendo su olor azucarado cuando descubrí que no había un solo umbral, sino que había un segundo cuarto que resultó ser el centro del trajín cotidiano de Alejandro y el escenario de buena parte de las conversaciones que tuvimos desde entonces.
Al igual que el salón, la cocina estaba impoluta. Los cubiertos, recipientes y utensilios que habían sido empleados para preparar el desayuno se encontraban ya limpios y colocados en un organizador. Mientras mordisqueaba tras el balcón uno de los dulces, pensaba que tanto uno como otro espacio transmitían una extraña sensación de perfecto orden en el que costaba detectar indicios de que alguien habitaba allí. De no haber sido por la nota que aun llevaba doblada por la mitad en mi mano y por el aroma inequívocamente real que emanaba del plato en la cocina e inundaba la estancia podría haberme despertado en aquella casa creyendo que todo había sido un sueño. Que la postal, las horas conduciendo hasta Madrid, el vuelo, el trayecto hasta Brujas, la caminata nocturna y los reflejos nebulosos en el agua formaban parte de una alucinación y aquella casa en la que había amanecido de repente solo refugiaba un fantasma silencioso.