Fragmentos (B.2)

[…]Un fantasma silencioso

Aun ahora me pregunto en ocasiones qué parte de todo aquello fue verdad, si algunas de las cosas que ocurrieron a partir de la tarde en que recibí la última postal de Alejandro y que nadan en la viscosa ciénaga de la memoria no serán más que delirios.

He examinado cada uno de esos recuerdos infinidad de veces para buscar el fleco suelto que marcaría la frontera entre realidad y ficción; en las caminatas serenas en silencio y cuando el estruendo taladra mi cabeza. Lo sigo haciendo ahora mismo aquí sentado mientras mi mirada resbala por las palabras de cada línea del libro y cuando señalo con un dedo el punto exacto donde me he detenido un instante, a sabiendas de que quien tira de una hebra desatada de una tela puede acabar destejiéndola entera. No me importa. En el punto en que un solo fragmento de la realidad se vuelve inexacto, la farsa se convierte en ubicua, como en esas películas de viajes en el tiempo en que el protagonista tiene que ser cuidadoso para no alterar nada en el pasado si no quiere hacer desaparecer su presente-futuro.
Con gusto me quedaría con el extremo final del hilo en mis manos y el resto enmarañado en el suelo porque eso significaría que, en el siguiente paso, podría comenzar a desenredar el revoltijo, a devanar los retales de ficción de mi vida desmenuzada. Eso es lo que pretendo.

La canción que acaba de empezar a sonar por el hilo musical de la tienda cuyo escaparate me serviría de espejo si quisiera certificar mi propia visibilidad llama mi atención súbitamente. Sumido en la lectura y en la introspección, con algún ocasional coqueteo curioso sobre el devenir de la existencia alrededor, no he prestado apenas atención a la música con que intentan atraer los sentidos de los compradores, la habitual mezcla de éxitos anodinos. El volumen no está muy alto pero hay un altavoz camuflado en el arbusto decorativo que reposa sobre una alfombra roja extendida a modo de invitación a unirse a la dudosa fiesta de la elegancia, así que puedo seguir de forma suficientemente clara la melodía a pesar del rumor de la calle y de los vehículos.
La única razón que hace encajar esa canción en el resto del repertorio más bien frívolo es que quien la eligiese se dejase llevar por la popularidad del grupo que la interpreta y por una línea de cuerdas y voz de tono épico que entran pasado el primer tercio como buscando un himno moderno, o por una interpretación de la letra como una canción de desamor. Pero hay más detrás de ella; en el lamento del piano que la cruza de principio a fin, en un texto sobre dudas vitales que refleja miedos anclados en lo más profundo, se percibe un poderoso matiz oscuro que me resulta bien conocido.
Descubrí esa canción un par de meses después de mi primera visita a Brujas, justo antes de comenzar a errar por el mundo embarcado en una búsqueda que luego descubriría que era la incorrecta, y durante varias semanas me acompañó de una forma casi obsesiva porque me parecía que hablaba de mi, que retrataba no solo el momento de mi vida sino también que condensaba la esencia de los pasados. Desde entonces ha habido muchas otras que fui haciendo mías a lo largo de estos últimos años como píldoras de identificación, compañeras evanescentes que refractaban todo cuanto me ocurría.
Me desconcierta un poco que suene en este momento uno de esos fragmentos sonoros que corrieron paralelos a los años –paradójicamente- más detalladamente grabados en la memoria pero a la vez más confusos, los que han transcurrido desde el reencuentro con Alejandro hasta ahora. Y además no uno cualquiera, sino el primero de ellos. Una explicación posible es la casualidad, y otra la causalidad. Cuando trabajaba en Direl solo había lugar para la lógica de la segunda, y más tarde creí casi ciegamente en la primera. Después de tanto tiempo ya no sé en cuál confiar; tal vez solo sean las dos caras de una misma moneda que gira a toda velocidad sobre su canto. Pero me sigue poniendo los pelos de punta esa canción.