Fragmentos (C.4)

Ya había pasado antes por mi vida, aunque no sabía que se llamaba Lucía.
La había visto un viernes en la cola de la caja de un supermercado, y me había llamado la atención su forma de caminar tal que si llevase unos grilletes en los tobillos, con pasos muy cortos y lentos. Tenía un rostro amable y bonito, y un pelo negro casi a la altura de los hombros que tenía el toque justo de descuido para dejar claro que no era una de esas mujeres que vivían obsesionadas con la imagen que proyectaban. Mientras estuvo quieta, fue una mujer sencilla con un toque atractivo, y cuando tocó su turno y hubo de avanzar, acabó de despertar mi curiosidad.

De repente quise saber a dónde iba, si allí la esperaba alguien, por qué caminaba así. Tal vez un accidente la había dejado al borde de no poder volver a andar, o tal vez un defecto de nacimiento la había obligado a vivir así siempre, pero ni en su cara se veía ni un gesto de dolor cuando daba un paso, ni resentimiento con el mundo o abnegación. Al contrario, se diría que lo que mostraba su expresión era paz, tal que si ir por la vida con aquel ritmo le hubiese permitido entenderla mejor, y hubiese descubierto los pequeños secretos que al resto nos pasaban desapercibidos mientras corríamos.

Así que hice un poco de tiempo para pagar mi barra de pan, mientras ella se cargaba con sus dos bolsas y comenzaba a caminar hacia la puerta. Luego caminé deliberadamente despacio, fingiéndome distraído en la comprobación de mi ticket de compra de solo una línea: “Atendido por MARIA LAURA”. Hizo un gesto con el brazo izquierdo para equilibrar el peso de la bolsa. “Panadería propia:……0,38”. Aquella misma mañana, como todas, había visto a primera hora cómo descargaban las cajas de un camión con el rótulo de una empresa de pan congelado.
La puerta automática se abrió al detectarla cerca. “Gracias por su visita”. Hice una bola con el ticket a pesar de la recomendación de que lo guardase porque “se exigirá para cualquier reclamación” y salí tras ella, que se situó con sus dos bolsas frente al semáforo del paso de peatones que había justo delante de la puerta de la tienda. Yo no iba a aquel lado de la calle, así que a mi curiosidad le quedaba poco tiempo para seguir averiguando cosas sobre ella.
Intenté tardar en perderla de vista dando un pequeño rodeo en busca de una papelera donde tirar la bola en que había convertido toda oportunidad de quejarme porque el “pan del día” hubiese sido congelado semanas atrás y lo único reciente que alguien le hubiese hecho fuera meterlo en un horno y esperar a que sonase una alarma para sacarlo, pero aún así, el semáforo de aquella calle no había cambiado de color cuando la perdí de vista. Me quedé con las ganas de saber cómo cruzaría aquellas 22 líneas blancas en los pocos segundos que la ciudad permitía a las personas atravesar las trincheras del feudo de los coches.

La fotografía tenía un cierto toque a ocurrencia, un arranque pícaro de esos que se dan cuando el regocijo del instante presente eclipsa todo lo demás. No era sencillo encontrar a Alejandro retratado en alguna fotografía, que se dejase situar al otro lado del objetivo. Aunque no solía poner problemas cuando se le pedía que hiciese de testigo gráfico en las celebraciones más o menos insustanciales, rara vez se lograba hacerle figurar al otro lado del objetivo lo que convertía aquel papel satinado en una pequeña reliquia sentimental desde la que Alejandro y la mujer del caminar amortiguado se erigían en una pequeña historia comenzada a desvelar desde sus dos caras. En una, ellos sonrientes y en la otra una firma donde apenas se distinguía, con un trazo rápido y mucho más grueso al que le imprimía Alejandro a la escritura pero el mismo verde, una ‘L’ que se perdía en una ininteligible línea ondulada que cerraba con una ‘a’ estirada.
Por el aspecto de la ele, podría haber sido un intento de reproducir el logotipo de la marca de cámaras favorita de Alejandro, pero la lógica decía que era la firma de aquella mujer que aparecía de nuevo fugaz y casualmente en mi camino, dejándome esta vez escrito su nombre. Solo que yo creía entonces que era “Laura”.

Descubrí su verdadero nombre y algunas cosas más sobre ella casi dos años después de aquel encuentro en el supermercado que seguramente ella no recordaba, y yo no creí de interés mencionar.
Para cuando tuvo lugar ese tercer encuentro Alejandro ya estaba muerto y nosotros mismos íbamos camino de ello.

La foto por su enves