Fragmentos: A.9

[…]Mi huida hacia delante

De esa forma habían transcurrido aquellos seis años de altibajos, a merced de los caprichos de unas emociones casi tan volubles como el tiempo de aquella ciudad. Un día la más nimia peripecia me alzaba en volandas y me hacía sentir el centro del mundo, o al menos del pequeño mundo que me rodeaba; los niños que paseaban en su bicicleta por el parque entre las carreras de los perros o el saludo vivaracho de mi vecina me arrancaban una sonrisa.

Otros, un detalle trivial me amargaba y el mismo saludo, los mismos correteos nerviosos por entre la hierba se convertían en la medida de mi fracaso, que estaba sobre todo en percibir el paso del tiempo por mi lado entre muecas burlonas como un adulto asomado a la sillita de un bebé haciéndole cucamonas ante la cara de pasmo de este. Una decepción cuyo origen me resultaba desconocido y que mantenía confinada en mi interior, con la que había ido poco a poco aprendiendo a convivir para que no ensombreciese los pequeños placeres que me permitía.

Así las cosas, iba preparado para que la alegría por volver a ver a Alejandro no fuese empañada por mi sentimiento de fracaso, por la comparación entre mi monótona vida, esquiva con todo atisbo de interés, y la de Alejandro que, según yo lo veía, no resistían comparación. Sabía que Alejandro no pretendía restregarme por la cara su éxito o alardear de nada, modesto como él siempre había sido, sino que era yo mismo quien temía que aquel contraste instalado en mi mente, fruto de la idealización, convirtiese en protagonista involuntaria e inmerecida del reencuentro aquella decepción que trataba de mantener a raya con resultados un tanto irregulares.
De hecho, durante el trayecto hasta el Aeropuerto y en el vuelo, me encontré pensando que la visita inesperada a mi viejo amigo podía ser el revulsivo que necesitaba para volver a sentirme vivo. No podía volver atrás en el tiempo a los años de clases y trabajos esporádicos de fin de semana ni a las tertulias al sol en el césped que rodeaba el viejo campus, pero en el fondo lo que había hecho especiales aquellos momentos era cada una de las personas con quienes los había compartido.
Casi todas ellas habían desaparecido de mi vida; unos habían conseguido encontrar trabajo en otra ciudad, otros habían renunciado a ello tras un tiempo regresando a sus pueblos con su familia y una orla que colgar en el salón, y de otros muchos sencillamente no sabía nada. Pero Alejandro era el hilo común en la mayor parte de aquellos recuerdos y por eso aquella postal, aquella llamada y el viaje en que devenían traía de vuelta al primer plano la complicidad de otros tiempos y, en su estela, toda una retahíla de emociones que tantas veces había tratado de invocar en vano. Todas ellas aterrizaron conmigo en Bruselas y para cuando abracé de nuevo a Alejandro a las puertas de la terminal ya se habían abierto paso relegando mi frustración, que tantas veces me parecía insuperable, a la categoría de simple bagatela.

Hicimos el recorrido hasta casi pleno centro de Brujas en un coche que Alex había alquilado para recogerme y que condujo él con total confianza pese a ser ya noche cerrada y a la ausencia de navegador en el auto. Más tarde descubriría que aquella pericia por las carreteras belgas no era innata, sino resultado del tiempo que para entonces llevaba ya instalado de forma más o menos estable en aquella ciudad.
El trayecto duraría aproximadamente una hora y media que debí pasarme parloteando porque en determinado momento el coche se detuvo y Alejandro musitó un “Bueno, ya estamos” cuyo significado me costó un par de segundos procesar pese a que el coche estaba ya apagado. Tampoco reparé mucho en el camino hasta su casa, aunque sí en el afilado frío con que nos recibía aquella ciudad. Una brisa heladora que se estrellaba contra cualquier parte desprotegida del cuerpo, que abofeteaba la cara y quemaba los párpados y que sin duda tenía mucho que ver en que las calles estuviesen casi desiertas rondando la medianoche de un viernes, quizás también en el silencio que reinaba incluso cuando una bicicleta te sorprendía justo en el momento de adelantarte y perderse entre la oscuridad con su lucecita azulada como si se deslizase sobre hielo en lugar de rodar por el empedrado.
Todo parecía haber sido dispuesto para invocar una especie de sosiego hipnótico desde todos los sentidos: el frío anestésico, el silencio imperturbable y una iluminación tenue se unían para devolver a la noche el protagonismo perdido, el puesto de que tantas veces despojada como reverso del día, como hogar de sombras y siluetas que abre la espita del subconsciente a figuraciones y espejismos.

Justo antes de llegar a la casa de Alejandro, me di de bruces primero con la misma silueta del pintor que había acompañado su llamada, y casi a continuación advertí el reflejo de aquella luz proyectando la sombra de un árbol sobre el agua en un tono anaranjado, tal que si trasluciese una hoguera que ardiese del otro lado. El calor del otro lado del espejo. Tal vez fuese aquella la magia de la ciudad, el aquelarre travieso. Tal vez también por eso Alejandro había elegido aquella ciudad para morir.