Relato: Salva Nuestras Almas
He estado reorganizando un poco los contenidos del viejo sistema de weblog, y lo primero ha sido crear la categoría ‘Relatos’ y poner en ella los que estaban publicados. Celebrémoslo añadiendo a la lista uno inédito firmado en enero de 2007.
Salva Nuestras Almas
Aquel hombre que llamó a la radio para pedir ayuda -o tal vez solo fuese para contar su historia- podría haber sido solo uno más entre tantos oyentes solitarios que se desahogan y olvidan sus problemas simplemente contándolos en voz alta. Mi compañero de producción solía decir que nuestro programa de madrugada estaba a medio camino entre una puta y un psicólogo: les escuchábamos como las primeras y les dábamos consejos que no seguíamos como los segundos. Pero me temo que él nunca había visitado a un psicólogo.
En muchas ocasiones se habían recibido en el programa llamadas de gente que decía pretender suicidarse. De hecho, era algo relativamente frecuente. En ocasiones eran bromistas, pero otras veces eran personas que sentían su vida vacía o inutil, que se encontraban demasiado solos o que creían haberlo perdido todo cuando solo habían perdido una cosa. Casi siempre la situación se solucionaba tras una breve charla porque, en el fondo, aquella persona que decia que iba a quitarse la vida solo estaba pidiendo que alguien escuchase sus penas para poder conciliar el sueño de una vez por todas. Cuando la amenaza era más preocupante, los servicios de socorro -que hacían guardia con tres aparatos de radio puestos- se ponían en marcha para llegar a tiempo de hacerle un lavado de estómago al que llamaba diciendo que se había tomado dos cajas de pastillas con tequila o dar unos puntos al que se cortaba las venas.
Hasta el día de aquella llamada solo nos constaba que uno de los ‘anónimos comunicantes en la madrugada’ se hubiera suicidado. Hacía menos de un año, una mujer había llamado, pero no para decir que estaba preparándolo todo para acabar con su vida, sino para pedir perdón por los daños que pudiera ocasionar a sus vecinos. Inmediatamente se oyó una tremenda explosión. La noticia en la prensa sobre la mujer que abrió el gas y luego llamó a nuestro programa antes de hacerse saltar por los aires nos dio una impagable publicidad gratuita y nuestra audiencia subió como la espuma, así como las llamadas, las bromas, y las amenazas al equipo del programa que nos obligaron a adoptar medidas de seguridad para volver a casa por la calle a última hora de la noche. Aun así, creímos conveniente reemitir aquel programa en un par de ocasiones señaladas e incluso se elaboraron cuñas de promoción de nuestro espacio con aquel momento histórico como centro.
Creo que la llamada de aquel hombre y su trágico desenlace no llegó a salir en la prensa, ni a ser el centro de la estrategia publicitaria de la emisora. Tal vez porque la muerte ya había perdido interés como reclamo o puede que por un repentino ataque de responsabilidad.
Aquel hombre llamó porque decía haber descubierto una grave traición. Tras haber pasado años dedicando su vida a un trabajo en el que todos le daban palmadas en la espalda y le decían lo importante que era éste para la empresa, acababa de recordar sus viejas promesas de juventud. Sus viejos sueños que, ahora se daba cuenta, ni siquiera había intentado conseguir. No sentía solo que había perdido toda su vida, sino también que se había traicionado a sí mismo aceptando todo tal cual le venía dado. Sentía, en definitiva, que no había luchado y que por tanto no merecía el honor de la victoria pero tampoco el de la derrota, sino el castigo de los cobardes. Pocas veces había un oyente resultado tan convincente.
El disparo sonó. Retumbó en el estudio y lo oyeron todos en sus casas. Paró la música, callaron todas las voces y se hizo el silencio. Creo que acerté a decir ‘muchas gracias por su llamada’ mientras la pistola que solía llevar conmigo se me caía de la mano en un charco de sangre.