Relato: El tendero

En la parte vieja de la ciudad, entre un par de bares que pocos turistas se aventuraban a visitar, había una tienducha casi invisible donde un viejo vendía poemas. Era un local pequeño y en permanente penumbra, donde el poeta rumiaba sus versos y los plasmaba en unos papeles de textura rugosa con una pluma de aspecto vetusto pero de porte recio, que manejaba con una asombrosa facilidad y precisión, con trazos limpios y redondeados en una caligrafía que seguía unos renglones caprichosos, casi desordenados.

Le visitaban a menudo jóvenes estudiantes que, por vanidad o por admiración, gustaban de curiosear por entre los pliegos amarillentos y, si se dejaba, compartir algunos minutos de charla con él. Luego, escogían uno de los papeles y preguntaban “¿Qué le debo?”, lo que desencadenaba otra pregunta invariable “¿Qué te llevas?”.
Y el cliente se acercaba entonces hasta la puerta principal para alcanzar la luz suficiente como para distinguir las palabras, procediendo entonces a recitar uno tras otro sus propios versos al viejo, que los escuchaba con decidida atención.
Cuando se hacía de nuevo el silencio, ponía sin pensarlo un precio que nadie osaba discutir y que las más de las veces no podía ser pagado en el momento: dos cigarros, un bote de tinta, media docena de claveles…

El anciano no gustaba de grandilocuencias ni artificios; incluso una vez llegó a expulsar de su reducto, verdaderamente enfadado, a uno de aquellos chicos que se dirigió a él como “amado e imponderado vate”. Todo lo que hacía era coger un pliego y una pluma y escribir palabras que, eventualmente, alguíen podía recuperar y leerle y así, descubrírselas justo antes de marchar con ellas para siempre.

Quizás todos los que quisieran ser llamados poetas debieran ser ciegos y vivir en penumbra como aquel tendero.