Razón

No creía en la casualidad como accidente. El azar, decía, no era más que un conjunto de consecuencias lógicas a un número de ecuaciones que quien no acierta a explicar achacaría a algo abstracto. Su querencia por intentar dar a todo una explicación racional me resultaba a veces un poco molesta, pero me divertía el hacer que tuviera que ponerla a prueba de una manera exagerada y a menudo torticera, cosa que llevaba con bastante sentido del humor.

Un día me soltó un súbito y emocionado “te quiero” y no pude evitar preguntarle con fingida cara de descreimiento “¿por qué?”. Respondió, con tímidez, “Porque te quiero. No sé, no todo tiene que tener una explicación, ¿no?”. Sonriendo, reconocí por fin “Yo también te quiero“.