Historias cotidianas: vértigo

Bajo al bar con el portatil. Suelo hacerlo un par de veces a la semana, porque tiene wifi y, paradojicamente, me proporciona cierta sensación de ‘desconexión’ salir a la calle y tomarme algo mientras escribo, leo, hablo con los amigos que están lejos o me descargo alguna cosa.

A veces el bar está vacío y el dueño me cuenta sus desventuras con esta crisis e intercambiamos opiniones. Es un local acogedor y con un toque, como diría aquel profesor de literatura, bohemio.
Pese a que juega el Sporting de Gijón (¿o tal vez por ello?), el local está de nuevo vacío. Entra un hombre regordete, con un rostro entre bonachón y niño travieso al que es dificil adjudicar una edad aproximada -cierto es que a mí eso se me da muy mal- y pide un té.

Poco después se dirige al baño; a la vuelta, pasa a mi lado y repara en el portatil sobre el que tecleo. Exclama: “uy, vaya cacharrín tienes ahí” y luego me pregunta si pesa mucho. Se lo ofrezco para que lo sopese en sus manos y me lo devuelve maravillado.
Luego, me explica que él es un informático “de los de la primera generación”, que ha trabajado haciendo programas para empresas. Como yo le doy pie, me habla de aquellos tiempos de tarjetas perforadas, de cintas y de los ya más modernos diskettes de 5,25″ y comentamos lo rápido que ha avanzado el sector, con tantas tecnologías superadas una y otra vez.

Antes de volver a su mesa, me pregunta si podría mirar su e-mail desde allí y le abro una sesión segura en el IE. Pero termina dejandolo por imposible. Además de que no se ha traído las gafas, y de la incomodidad de usar el trackpad del portatil, me reconoce que ya no se entiende con estos aparatos. Se le ve claramente perdido en un mundo en el que probablemente un día, hace no tanto, él fue toda una avanzadilla de la vanguardia.

Y yo, una vez más siento vértigo. El vértigo de este mundo cruel donde, como cantaba Mario Fueyo (AKA: DarklaEme), si te quedas quieto, te extingues.