Encuentros

A veces escojo una frase que se me ocurre y empiezo a escribir sin rumbo, dejando que la historia se me vaya contando y tomando nota de ella. Esta llevaba un par de semanas en el cuaderno esperando ser terminada.

Encontré un ramo de flores en la mesa del salón al volver a casa. Me resultó un tanto preocupante, por no decir siniestro, semejante hallazgo en la medida en que era la única persona que vivía allí y nadie más debiera disponer de las llaves, así que recorrí cada una de las estancias con una cautelosa desconfianza hasta haberme cerciorado de la ausencia de intruso alguno.

Procedí entonces a examinar con detalle el ramo con el que me había paseado por todas las habitaciones tal que fuese un arma con que pudiera arremeter contra el hipotético asaltante. No era un ramo típico, sino que mezclaba dos especies y colores que nunca había imaginado juntas en uno.
En el centro, con su cuerpo nudoso y largo, semejando pequeños juncos terminados en una cresta de vivo rojo, siete claveles. Rodeándolos a media altura, algo más de una docena de amapolas blancas, de tallo enroscado cubierto de un vello que no sabría si calificar de delicado o amanazante. Los unos repartiendo un olor agradable y levemente dulce, las otras protegiendo con sus blanquísimos y escasos pétalos su corazón negro.

No era la primera vez que hallaba en casa algún otro objeto inverosimil sin saber cómo había aterrizado allí. Una vez apareció entre las sábanas de mi cama una carta de una baraja, concretamente un rey de bastos que no fui capaz de tirar por si algún día averiguaba a dónde o quién devolverlo.
Lo mismo hice con un reloj de bolsillo plateado del que colgaba una fina correa que apareció en el cajón de los cubiertos un verano, o con un vetusto libro de poemas en francés que nunca había visto hasta que cayó una tarde de la estantería y que, como todos los demás, acabó metido dentro de la caja de madera forrada por dentro con un fieltro adhesivo de color azul, que fue el primero de los objetos aparecidos inexplicablemente en alguna parte de la casa.

La caja había ido llenándose de aquellas piezas que esperaban a reencontrarse con su dueño, y cada vez que descubría uno lo metía allí.
Quise hacer lo mismo con el ramo pero no quedaba espacio para él y, al darme cuenta, caí también en que dentro de la caja cerrada aquellas flores se pudrirían mucho antes de poder averiguar su procedencia.
Decidí entonces poner el ramo en un jarrón, pero el que tenía era demasiado grande y las flores se escurrían hacia el interior, así que decidí usar uno que había guardado en la caja y que resultó ser ideal para las misteriosas flores. Parecía que aquel jarrón estaba tallado especialmente para aquellas flores. Cuando quise cerrar la caja, reparé en el desarrapado libro en francés -antes oculto bajo el jarrón- y me sorprendió reparar en unas flores bastante parecidas a las que ahora lucían sobre la mesa grabadas en la portada.´

Sentí entonces la necesidad de leer el libro. Y al llegar al último poema comprendí que todos aquellos objetos que había encontrado eran para mí. Un regalo que solo había comprendido al ver entero. Fui sacando ceremoniosamente cada uno de los objetos de la caja con la admiración de haber desentrañado el sentido de cada uno hasta que sólo quedó una carta en el fondo.

La tomé en las manos, la miré fijamente y observé que el rey de bastos guiñaba complice su ojo izquierdo.