Alas de mariposa

Otro brevísimo relato.

“No puedes tocar las mariposas”, decía siempre mamá. Nunca llegué a preguntarle si era una imposibilidad física, cosa bastante probable dada la velocidad con la que levantaban el vuelo ante cualquier movimiento, o por el contrario algún tipo de mandato ético o natural –tal vez sus alas eran mortalmente venenosas-

El caso es que crecí contemplándolas con una mezcla de respeto, admiración y temor. Por entre los naranjos y almendros del abuelo danzaban siempre en verano docenas de ellas, aleteando de rama a rama mientras los rayos del sol que se colaban por los huecos que dejaban las hojas proyectaban haces de luz por los que ellas cruzaban como un proyeccionista de cine despistado que atravesara el centelleo de la película.

Era una finca larga y estrecha con un sendero central que terminaba en el cauce de un arroyo al que costaba ver el agua y dos hileras de árboles a cada lado que, especialmente los naranjos, proporcionaban una sombra especialmente agradable –fresca y perfumada- a la que sentarse a leer o a escuchar los grillos sobre un taburete de madera que el abuelo había tallado para mí a partir de un tronco de roble del que partían tres ramas que constituían las patas de mi asiento.
Pasaba los días leyendo en aquel taburete novelas rescatadas de un baúl que había en el desván, bebiendo leche fría, camelando a las gallinas con granos de maíz.

Dicen que toda tu vida, los mejores momentos, pasan ante ti justo antes de morir. Tal vez la mariposa blanca que se acaba de posar sobre mi dedo solo ha venido a traerme recuerdos. O tal vez, después de todo, sus alas eran venenosas.