Madreselvas

Cuando me levanté esta mañana, tomé un desayuno apresurado -como siempre- antes de salir a trabajar.  Un café solo. Cuatro galletas.  Dejé la cama sin hacer.  Aunque a esa hora haga todo sin prestar atención, de eso estoy seguro pues no la hago nunca. 

Trabajé, quedé con esa chica que deslizó su dedo a la derecha al ver mi foto. Poco más. 

Cogí el autobús de regreso.  Nada más abrir la puerta noté un olor nada familiar.  Agradable, sí, pero inquietante.  Dulce, similar a al de madreselvas en un bosque mojado. En todo caso, nada a lo que oliese cuando me marché.

Mi primer impulso fue el pánico. Luego incomodidad.  Luego, indiferencia.

La cama estaba perfectamente hecha.  La taza de café estaba limpia; a su lado otro paquete de galletas y otra cápsula de café.

Me miro en el espejo del baño, impoluto. Casi no me reconozco en ese rostro cansado, inexpresivo, confundido.  Solo quiero echarme a dormir. Entonces reparo en la nota:

“Estimado cliente, hemos cambiado el ambientador de su habitación.  Cualquier consulta, contacte con Recepción. Gracias por su confianza”