Fragmentos (C.8)
[…]Entre tomar prestado y robar.
Alternaba la respuesta al correo con la lectura de los escritos que había ido reuniendo en la habitación. Cada día dedicaba varias horas a responder concienzudamente al correo que llegaba a nombre de Alejandro y, cuando terminaba, salía a comer –por la hora, en muchas ocasiones el término correcto sería merendar- en alguna cafetería.
Generalmente frecuentaba una pequeña cerca del hospital de San Francisco Javier, con poco más de media docena de mesas, que a media tarde solía quedar casi vacía de una forma tan repentina que durante mis primeras visitas acabé por salir precipitadamente al verme solo, creyendo que había llegado la hora del cierre. Cuando descubrí que no era así, comencé a intentar acudir siempre a esa hora en que disfrutaba de un ambiente excepcionalmente calmado, casi monacal –de todas formas me había sorprendido lo tranquilas que eran las cafeterías de aquella ciudad, incluso en las horas punta, en comparación con los bulliciosos bares españoles-. A menudo era la única persona en aquel local aparte de Adela, la camarera que vestida de pulcro negro –pantalón, camisa y delantal con un bolsillo a la altura del pecho- danzaba entre las mesas y la barra ejecutando una hipnótica coreografía donde cada paso, fuese recoger los restos de un servicio o mover un servilletero dos centímetros hasta un lugar ideal que ella había determinado, parecía parte de un ensayo general del que yo era el único espectador. A pesar del nombre la chica no tenía ascendencia hispana alguna; al parecer, sus padres habían escogido el nombre por el famoso corrido. Como todo en aquella mujer de sonrisa enigmática, la anécdota sonaba tópica hasta que un pequeño detalle te descolocaba porque resultó que ni ella ni sus padres habían escuchado la canción original nunca, sino una tranquila versión de blues americano, y tampoco conocían el origen de la letra original en la revolución mejicana.Era una mujer menuda y delgada, de piel clara y rostro bonito moteado con algunas pecas apagadas, casi imperceptibles. De sonrisa afable, gozaba de un sexto sentido para descubrir el estado de ánimo de las personas y demostrar esa empatía a través de pequeños detalles que aunque pasasen desapercibidos no eran nunca triviales. No lo era cuando en lugar de devolver el cambio sobre el habitual platillo lo hacía depositando las monedas sobre la mano, rozándote la yema de los dedos con los de su zurda mientras su mano derecha sostenía casi en una caricia la tuya. Aquel gesto no era una transacción, tampoco una costumbre, sino una forma de transmitir un impulso de energía. Te decía sin una palabra, mirándote desde sus ojos de un marrón claro que a veces parecía verde y con una sonrisa, “yo sé lo que te pasa, he entendido tu dolor y aquí tienes una pizca de aliento, si necesitas más solo tienes que pedirla”.
Apenas había intercambiado algunas pocas frases con ella hasta la tarde en que observé que los movimientos de su coreografía no eran como siempre. Más que el orden –que siempre tenía algo de improvisación- lo que fallaba era la expresión, el significado mismo de la danza. El ensayo era una ejecución desapasionada, y su habitual expresión despreocupada y afanosa convertida en una de nerviosa turbación. La tarde siguiente, en su lugar había un chico apenas un poco más joven que ella, también la siguiente y a la otra. La segunda tarde conseguí preguntarle si Adela estaba de vacaciones y su respuesta fue tan escueta como poco ilustradora: “No”.
El nuevo camarero era un joven desgarbado, de pelo rubio cuidadosamente esculpido con gel que lucía una pequeña piedrecilla brillante enclaustrada en el lóbulo de su oreja derecha. Exhibía una profesionalidad pasmosa, tan precisa como fría, de gestos medidos, en contraste con la personalidad que Adela le imprimía y cuya ausencia repentina me desconcertaba. Aun así, continué yendo con frecuencia a su cafetería, en buena medida porque las otras que había ido conociendo tampoco conseguían hacerme sentir más cómodo y, en el fondo, guardaba la esperanza de que Adela pudiera regresar en algún momento. Entretanto, me quedaban los relatos de Alejandro, que iba devorando uno tras otro con ansia pero paladeando cada frase, queriendo destilar de entre ellas no solo el alma de los personajes que había sacado al papel, sino descubrir lo que había quedado dentro de él cuando los escribió.