Fragmentos (C.7)

[…]el mío.

En el trabajo sustituí las dos semanas libres que había pedido inicialmente por un año de excedencia. Alegué que, aparte de los papeleos relativos a la desaparición de mi amigo, necesitaba un tiempo de descanso para reflexionar y esta vez nadie puso ningún pero. A mi jefe le contrarió un poco tener que adaptarse a la nueva situación, pero aceptó con razonable naturalidad que tras la pérdida de una persona importante quisiera respirar, alejarme durante una temporada.


Apenas me ausenté de la casa de Brujas durante dos días para formalizar los trámites en el trabajo y entregar a los padres de Alejandro algunas pertenencias y recuerdos de su hijo. No les dije que iba a regresar a su casa, pero lo hice en cuanto que me fue posible, deseoso de volver a introducirme en las páginas que había dejado allí.
A la vuelta el buzón estaba lleno de correspondencia. Postales, cartas y felicitaciones de cumpleaños dirigidas a Alejandro por personas que no sabían de su desaparición. Incluso las que tenían un matasellos más lejano habían sido enviadas después de su muerte.
No conocía a ninguna de las personas que las enviaban y sin embargo sentía la necesidad de hacerles saber que Alejandro no había llegado a leerlas. Aunque podría haber intentado buscar en su agenda los números de teléfono y al menos llamar a algunos de ellos, decidí responder a la dirección del remite de cada una de las cartas. De algún modo me parecía que una carta manuscrita era más valiosa y, por tanto, más justa que una llamada de teléfono de un desconocido. Con los sobres distribuidos en el escritorio del cuarto de trabajo, las fui respondiendo durante los siguientes días una por una sobre unos pliegos color crema con la Meisterstück 149 de Alejandro.

La estilográfica era una sus pertenencias más preciadas. La tenía desde su adolescencia, quizá sobre los dieciséis años, en que la había ganado en un concurso de fotografía para estudiantes; su primer premio. Creo que al principio lo que más le maravillaba de ella era el símbolo que suponía de reconocimiento a una imagen suya, la muestra de que alguien había resultado conmovido por ella. Con el tiempo comenzó a usarla cada vez con más frecuencia y la caligrafía de trazo fino en aquel tono verde oscuro con sombras que tendían al gris a convertirse en parte de su personalidad.

Resulta de una ironía casi macabra cómo determinados objetos nos trascienden, siguen funcionando sin alteración alguna más allá de nuestra muerte, simbolizando la fragilidad de la existencia humana, a la que cualquier golpe del azar puede poner fin sin contemplaciones.

Había leído poco antes una noticia en un periódico acerca de una pareja que había sido descubierta sin vida en su casa, tras recibir la llamada de varios vecinos quejándose por el desmesurado volumen al que sonaba en su casa una misma canción desde hacía horas. La policía los encontró a los dos intoxicados por algo que no recuerdo, muertos en la cama desde la noche anterior. Ellos no habían despertado, pero el equipo de música que debía ponerse en marcha a las nueve de la mañana con su canción favorita sí lo había hecho, y también una pantalla motorizada sobre la que se proyectaba continuamente un breve vídeo compuesto de imágenes en que aparecían los dos amantes anónimos en diferentes lugares. Una y otra vez, la pantalla mostraba a la pareja en un bateaux por el Sena, en lo alto de las Torres Gemelas, salpicándose agua como dos críos en una playa, comparando ampollas frente a la Catedral de Santiago y luego terminaba con unas grandes letras que decían “Feliz aniversario”.

La estilográfica de Alejandro simbolizaba este poder siniestro que me tuvo admirándola a una distancia prudencial antes de resolver rescatarla para responder con ella la correspondencia que se había acumulado y la que fue llegando en los siguientes días.
En el último cajón del escritorio encontré al menos una docena de tinteros de Racing Green, lo que me pareció una cantidad desproporcionada, un pequeño arsenal de sangre verde atesorado con celo.

A medida que escribía con ella, se me iba infiltrando la sensación de estar haciendo justicia a la memoria de Alejandro, creía que tan solo intentaba cerrar lo que el azar había dejado interrumpido. Yo no lo sabía, pero hay una diferencia sutil, apenas un matiz, entre sumergirse en la vida de alguien y apropiarse de ella, entre tomar prestado y robar.