Fragmentos (C.6)

[…]más tiempo del que inicialmente creía.

La propietaria del edificio donde vivía Alejandro era una mujer de mejillas sonrosadas que aparentaba afable y cercana. El primer pensamiento que tuve al verla fue que si llevase un colorido capirote habría dudado si estaba ante la encarnación de Lisa, la entrañable compañera de David el Gnomo. No sé si vivía solo de las rentas de aquella propiedad, pero aunque no aparentaba tan mayor como para haberse jubilado –no creo que hubiese llegado aun a los sesenta años- no parecía tener otro trabajo aparte de soportar el correteo de unos niños vivaces que, ateniéndose a la hora, debieran estar en el colegio en lugar de colgándose por las piernas de aquella mujer.

Había ido a explicarle que aunque mi idea primera cuando viajé a Brujas era reunir y ordenar algunas cosas de Alejandro, terminar algunos trámites en nombre de su familia y cerrar asuntos como el propio alquiler de su vivienda, me había encontrado con más cuestiones pendientes de las que esperaba y seguramente necesitaría permanecer en la ciudad algún día más, de modo que, si fuese posible, preferiría permanecer allí en lugar de en un hotel. Por supuesto, no mencioné que la principal razón por la que pretendía quedarme allí era para continuar la lectura de los relatos de Alejandro en el mismo sitio en que la había comenzado.

La casera, que hablaba un español bastante razonable en que arrastraba las erres de forma divertida, lejos de poner ningún problema me sorprendió dándome total libertad al tiempo que me aclaraba la situación de la casa.

Al parecer, cuatro años atrás un fotógrafo llegado de Praga –Frank- había alquilado el piso. Cuando apenas llevaba dos meses ocupándolo, un día la visitó. Ella creía que iba a marcharse, pero en su lugar, venía a hacerle una propuesta. El hombre se empeñaba en firmar un contrato de alquiler por diez años y pretendía pagárselos por anticipado; una cifra que apenas vería junta nunca salvo que se deshiciese de todo el edificio, una de las pocas posesiones materiales donde aun conseguía evocar el recuerdo de su marido.
El ímpetu templado del joven fotógrafo, que razonaba y proponía un arreglo razonable a cada una de sus objeciones acabó por decidirla a aceptar su oferta. Frank dispondría de la vivienda durante diez años según un breve contrato que revisaron juntos, y que mencionaba que en caso de que el fotógrafo se ausentase podría buscar un nuevo inquilino, el cual quedaría sujeto a las mismas condiciones y que, además, debería de ser previamente aceptado por ella.

Estuvo varios meses sin saber de Frank, hasta que una mañana se presentó en su puerta con Alejandro. Le contó que iba a establecerse en Nueva York durante un tiempo y que había encontrado alguien que cuidaría de la casa. Tomaron un chocolate y la señora Tassel enseguida afirmó que el nuevo inquilino le recordaba a un amigo de su juventud. Alejandro también empatizó con la mujer y cuando volvía por Brujas pasaba siempre a saludarla, a veces le traía algún recuerdo de algún lugar remoto. Al principio apenas pasaba un par de días al mes en la casa entre viaje y viaje, pero poco a poco fue convirtiéndose en su residencia fija. Últimamente, pasaba la mayor parte del tiempo en ella, escribiendo, aunque nunca quiso dejarle leer nada de lo que escribía.
– “Algún día, me decía siempre” – musitó con lágrimas asomándole los ojos.
“Mientras Frank no diga lo contrario, la casa es tuya”, me repitió mientras me levantaba del sillón.

La niña, que se había esfumado en cuanto la mujer sacó los cafés, apareció de súbito a mi lado silenciosa y detrás, disimulando tímido su presencia, su hermano. Mirándome fijamente pero sin decir ni una palabra, y ante la atenta mirada del chico, extendió sus brazos ofreciéndome entre las manos un pequeño tesoro. Una bombilla pintada con el motivo de una mariposa que extendía sus alas llenas de color sobre un fondo azul cielo que cubría todo el vidrio. Había sido ejecutado con delicadeza y cuidado detallando incluso los ojillos y las antenas del animal que, con el volumen de la lámpara parecía a punto de alzar el vuelo.
Cuando hice ademán de devolvérsela, la niña me señaló sin abrir la boca y pregunté “¿es para mí?”. Ella tan solo asintió con una sonrisa que indicaba que le había agradado mi cara de sorpresa. Apenas me dio tiempo a decirle “muchas gracias, es precioso” antes de que desapareciese dando saltos y dejando al pequeño sin parapeto, mirándome indeciso con las manos a la espalda. Azorado, me tendió su creación. Si ella había copiado una mariposa plena de colores vivos con todo detalle, él había cubierto la superficie transparente con pintura negra concienzudamente.
Tras examinarla con detalle ante su mirada atenta, solo conseguí encontrar una pequeña línea sin cubrir en la cúspide de la bombilla. Al contrario que su hermana mayor, el chico permanecía allí esperando un juicio. Me agaché frente a él sosteniendo su obra frente a mi nariz y, aunque suponía que no comprendía el castellano, le pregunté “¿así que querías saber cómo es la luz sin luz?”. Le abracé mientras decía “yo también me hacía esa clase de preguntas”. Convencido de la respuesta, le pregunté si podía quedármela y él asintió sin entusiasmo pero despreocupado, sin demostrar apego alguno.
Me la guardé en el bolsillo izquierdo del abrigo y en su lugar le entregué algo que me pareció que llamaría su atención: una llave grande y pesada con apariencia antigua por lo abigarrado de sus formas, pero de metal perfectamente pulido y brillante. Ya no se veían muchas de ese tipo, de hecho recordaba cuánto me había costado conseguir encontrar un lugar donde hacerme con ella, pero me pareció un trato justo.
“Esta llave abre al menos una puerta en algún lugar”, le dije mientras el crío miraba absorto su nueva y misteriosa posesión: una copia de la llave de un cuarto en un edificio donde una joven estudiaba matemáticas y un teléfono sonaba en el vacío. El mío.