Fragmentos (C.3)

[…]como si nunca hubiese existido.

Las montañas de papeles del estudio de Alejandro se convirtieron en una conexión etérea entre el tiempo que pasaba fuera y otro que parecía haberse detenido en paralelo, en algún punto impreciso. Pronto descubrí que el alcance de lo que Alejandro había dejado atrás era demasiado relevante a los ojos de aquella especie de albacea curioso en que decidí convertirme.

Comencé por las fotografías. No había necesidad alguna de hacer inventario exhaustivo de ellas ya que, según parecía, Alejandro se había encargado de despachar los derechos de la mayor parte de ellas, de modo que cuanto hacía era examinarlas como si formasen parte de mis propios recuerdos. Y en parte lo eran, aunque de una forma vaga, imprecisa e indirecta.

Muchas de aquellas imágenes me resultaban familiares tras haber seguido sus reportajes desde casa y de alguna manera me remitían a momentos concretos de los últimos años, a los que vivía cuando las contemplaba. Otras, nuevas para mí, desataban más preguntas que respuestas: qué pasaba por la cabeza de mi amigo mientras encuadraba aquella ola amenazante a punto de cubrir de espuma dos pequeñas barcazas, por qué razón nunca había publicado aquella foto de una joven de sonrisa refulgente que cargaba una tinaja de agua sobre su cabeza entre el crepúsculo rojizo de un desierto de arena.
Entre unas y otras pasé casi enteros los dos o tres primeros días sin preocuparme de otra cosa, manoseando fotografías hasta que el cansancio me llevaba de vuelta al sofá rojo del salón. Recuerdo haber hecho café, si bien más por la calidez acogedora que me transmitía su olor desparramándose por la casa y el tacto de la taza humeante que por un apetito real por beberlo. Haber acudido a la nevera o a la pequeña despensa disimulada en un rincón de la cocina cuando me vencía el hambre. Haber pensado que me estaba comiendo la comida de un muerto.

Curiosamente, no fue hasta el tercer día cuando empecé a prestar atención a los textos de Alejandro, el mismo que salí por primera vez de la casa. Repentinamente, me encontré con una fotografía en la mano, pero no la miraba. En su lugar, me preguntaba qué estaba buscando exactamente en aquellas imágenes sin acertar a encontrar una respuesta. Mirando alrededor veía solo preguntas, piezas por juntar de un puzle que de súbito parecen todas iguales. Puse los pies en la calle agradeciendo estar en una ciudad prácticamente desconocida, aunque no tuviese en ese momento ningún interés en visitarla, ni mapa, ni teléfono móvil, ni miedo a perderme en ella y hubiese abandonado la cartera en casa. Solo quería salir de allí, y no me importaba el camino del vuelta. Quizás por ello fui capaz de regresar sin saber cómo. Caminé durante varias horas con las manos en los bolsillos vacíos sin detenerme, escrutando las miradas de las personas con que tropezaba, escuchando las melodías perdidas por la ciudad el tiempo que permanecían al alcance del oído, mirando al suelo y al cielo.

Cuando las fuerzas empezaban ya a flaquearme miré alrededor y me encontré frente al portal. Regresé adentro a tumbarme exhausto en el sofá rojo de Alejandro y la encontré ocupándolo.

Allí estaba ella, con los ojos muy abiertos y su sonrisa generosa y natural que marcaba un hoyuelo en el pómulo derecho, extendiendo su brazo izquierdo sobre los hombros de un Alejandro también radiante en un gesto de cómplice camaradería. La misma fotografía que unas horas antes había arrastrado indiferente al sofá antes de salir de la casa pasaba a ser una suerte de revelación, la pieza clave con la que empezar a buscar el resto de pedazos desparramados. La chica que mi miraba risueña desde ella debía tener alguna respuesta.

El siguiente (C.4), ya está escrito. Desde hace más de 5 años….