Fragmentos (B.9)

[…]hasta a su asesino.

El último mensaje que recibí de Alejandro fue precisamente uno donde el protagonista era uno de esos pequeños instantes en que una ráfaga de lucidez impregnaba algún encuentro casual.
Una madre tiraba de su hija que lloraba y berreaba por alguna razón desconocida que parecía no importarle mucho a la mujer.

La chiquilla era lo suficientemente pequeña como para que su madre, de considerable estatura y que calzaba además zapatos de tacón, debiera adoptar una postura un tanto artificial para arrastrarla –casi elevarla- cogida de la mano. Pero también había crecido lo suficiente como para que resultase de todo punto imposible llevarla en brazos, así que la pequeña era remolcada entre sollozos.
No resultaba difícil intuir por qué había atraído la atención de Alejandro aquella escena ya que era incapaz de permanecer indiferente a la tristeza ajena o al llanto, más aun si era de un niño. Si le observabas atento podías apreciar su rostro comenzando a reflejar un rictus serio y adoptar una expresión entre pensativo y triste que indicaba que estaba intentando comprender la razón de ese llanto o puede que de todos.
Así, Alejandro estaba mirando fijamente a la chiquilla del vestidito verde cuando se detuvo tras su madre a la espera de que el semáforo permitiese a los peatones cruzar el dominio de los coches. Tras ellas apareció trotando un perrillo que volvió la cabeza hacia los gemidos de la pequeña y se sentó a su lado ante la atenta mirada de esta. Entonces el perro, un labrador de color crema, agachó la cabeza casi a modo de reverencia y depositó a los pies de la niña un juguete que traía en su boca, que esta recogió entre asombrada y sonriente. Se secó las lágrimas que le corrían por las mejillas contra los hombros verdes de su ropa y abrazó al labrador hundiendo su cara entre el pelaje del animal.
En el mismo instante en que el semáforo se abría, la mujer se volvió hacia la niña, que ya no lloraba, con expresión de suficiencia y triunfo. Entonces vio a la niña absorta con su nuevo juguete, y su gesto se convirtió en uno de desconcierto, pero no dijo nada. Se limitó a cruzar la calzada con la niña tras ella mientras el perro se había perdido ya entre la multitud calle abajo. Pero de repente, algo había arañado su certeza al tiempo que había proporcionado a Alejandro uno de esos momentos mágicos de lucidez que había terminando compartiendo conmigo.

Aquella clase de instantes en que de alguna forma acariciaba la verdad detrás de las cosas le hacían sentirse especialmente dichoso. Tras el detallado relato, el mensaje de Alejandro se cerraba con una frase que venía a confirmar cuánto suponía para él disfrutar de un momento así, presenciar cómo el azar mueve las vidas.
“Si mañana no despierto, recordad que hoy fui feliz”.

Esas fueron las últimas palabras que me escribió Alejandro. Las leí y respondí el viernes, pero el lunes no había un mensaje suyo esperándome. No me preocupé, incluso llegué a pensar que tal vez aquella última inyección de ánimo le había motivado a discurrir algún entretenimiento. No dejaba de ser una buena señal el hecho de que se hubiera olvidado de escribirme.

Pasó el día, volví a casa caminando por entre los árboles del parque, que empezaban a perder sus hojas, dejando un manto que al final del día era una alfombra de tonos ocres que los operarios de la empresa de limpieza de afanarían en limpiar al día siguiente, como si quisieran eliminar todo rastro del otoño, ocultar a la ciudad el paso del tiempo, evitar que las hojas inertes crujieran bajo nuestros pies. Me crucé en el portal con mi vecina y su eterna sonrisa. Subí en el ascensor y, mientras buscaba la llave, escuché el teléfono sonar al otro lado de la puerta.
Entonces lo conecté todo. Había leído en alguna parte que el teléfono nunca está sonando cuando llegas a casa si no es para dar una mala noticia. Antes de abrir la puerta, antes de levantar el auricular, ya sabía que al otro lado alguien me diría que Alejandro había muerto.