Fragmentos (B.7)

[…]¿crees que es real?

Incluso una vez sabías que aquellas fotografías no eran tales, resultaba difícil creer que los pequeños matices, las tonalidades de la luz, los reflejos y las sombras eran el resultado de una serie de fórmulas matemáticas introducidas en una aplicación informática. Aparentemente, Alex había alcanzado un dominio asombroso de la herramienta a base de intentar reproducir en ella lugares que habían surgido en su imaginación como una forma de pasar el rato tras su desencanto con la fotografía.

Sin embargo, su visión no era la de que las imágenes generadas en el ordenador parecían tan reales como las tomadas con la cámara, sino que consideraba las fotografías tan falsas como aquellas.
“Si tú tomas una instantánea de un reloj, habrás captado una luz de un instante que ya no existe más y que no has vivido. A menudo pensamos en la fotografía como un acto de creación, pero realmente es más un arte de retrato de la destrucción continua, un intento vano y cínico de pervivencia que se aferra a una de las grandes mentiras de todas las que nos contamos: la necesidad de continuidad. El ser humano no es capaz de vivir sin la idea de continuidad, pocas cosas se hubiesen hecho si todos pensásemos en las limitaciones que impone el tiempo”. “Para muchos, la fotografía por el contrario es el proceso de estampación de un recuerdo, pero desde ese punto de vista sigue siendo una farsa temporal; no es más interesante acumular recuerdos que coleccionar objetos. Todos desaparecen cuando morimos, todos son la prueba de que el ser humano está condenado a ser infeliz mientras viva más en el pasado que en el presente.”
“La nostalgia de un pasado idealizado, convertido en mentira por nuestros recuerdos, nos impide enfrentar el presente. La belleza de una luz cribada por la maestría o la casualidad nos niega la posibilidad de apreciar sus alternativas” “Fotografiar un instante es la peor manera de destruirlo”.
En muchos puntos la conversación se convertía en un monólogo donde yo me limitaba a escuchar sin saber expresar una objeción al discurso de Alejandro, que hablaba con el convencimiento de quien fundamenta su dictamen sobre la experiencia, pero no al modo de un padre empeñado en que sus hijos no cometan los mismos errores que él sino al de un anciano que ordena todas sus experiencias para construir una cosmovisión que las dote de significado.

Era apenas unos meses mayor que yo, pero desde luego su paso por el mundo había sido hasta el momento bastante más intenso que el mío. Mientras yo estaba debatiendo en reuniones interminables sobre la mejor forma de enfocar un cambio en el algoritmo de búsqueda de clientes morosos en la base de datos de un banco, deseando llegar a casa para retomar la lectura de alguna historia, él había salido a buscar esas historias y a mirar a los ojos a la realidad, así que si alguien podía permitirse filosofar sobre el sentido de la vida y que le escuchase con respeto, ése era Alejandro.

Apenas tuve ocasión de conocer Brujas ese fin de semana, aunque tampoco sentí una imperiosa necesidad de hacerlo. De hecho ni siquiera tenía la sensación de estar en una ciudad extraña, sino de asombrosa familiaridad, seguramente propiciada por encontrarme acompañado por mi viejo compañero de fatigas.

Aquel sábado merendamos en una cafetería de la Plaza Mayor –Grote Markt-, un lugar bastante habitual en las rutas de los turistas, a juzgar por el constante trasiego de ellos entremezclándose con los habitantes de la ciudad. Seguramente Alejandro escogió aquel lugar para que pudiese visitar alguno de los rincones típicos de la ciudad, pues no parecía el sitio que él escogería para aislarse o inspirarse, pero aun así se le notaba un poco más cómodo y animado en aquel café. Como si salir de aquel cuarto le hubiese ayudado a dejar de lado sus decepciones, la conversación empezó a abrirse un poco más, a hacerse más rápida y abierta. Fue durante la misma cuando me contó, con el tono de una confidencia que fuese incluso demasiado íntima hasta para con un amigo, que había estado escribiendo. No sobre fotografía o incluso sobre matemáticas, como yo supuse en un primer instante, sino que había estado escribiendo ficción sin un sentido concreto.
– ¿Y sobre qué escribes?- le pregunté
– No sé, sobre nada en particular – respondió mientras alzaba los hombros y entornaba los ojos en un gesto que casi denotaba tanto desinterés como modestia – simplemente empecé a sentir la necesidad de hacerlo, a veces siento incluso que no soy yo el que maneja mis dedos. Es una sensación muy diferente a la que tenía con la fotografía, incluso cuando hace años disfrutaba retratando escenas en lugar de dedicarme a analizar cada detalle para adecuar el resultado a una idea preconcebida. Mientras escribo, de alguna forma mi mente no me pertenece y quizá por eso no tengo claro sobre qué lo hago. De todas formas, dicen que sólo hay dos grandes temas sobre los que escribir, ¿no?
– El amor y la muerte, –apunté yo- aunque yo siempre he creído que hay un tercero: la creación. Aunque quizás cabe plantearse si no es una forma de amor.
– Al contrario. –replicó convencido Alejandro- Lo que entendemos por “crear” es más una forma de muerte. No es un acto altruista de amor a nada, es una maniobra egoísta que tiene más que ver con la muerte. Así que escribir sobre ello es hacerlo sobre la muerte.

Cuando sugerí que me permitiese leer alguna de las historias que había escrito una mueca de titubeo me dejó entrever que no se sentía del todo cómodo con la idea de mostrármelos. Solo prometió con un “cuando llegue el momento, sabes que serás el primero en leerlos si quieres” que tal vez debiera haberme sonado un tanto enigmático. Su reacción pudorosa me resultaba comprensible con total plenitud, especialmente tratándose de textos que parecía haber empezado a escribir a modo de liberación, una suerte de terapia, así que di por buena su respuesta.
Después volvimos paseando a su casa a continuar sumergiéndonos en recuerdos y en conversaciones sobre nostalgia. Dos amigos sacando la pesada carga de la mochila de su alma y apilándola en un rincón de aquel estudio, barajando desengaños, proponiendo aforismos nuevos que sonaban tan gastados como todos y pensando en voz alta.

Luego yo me fui.

La siguiente vez que pisé aquella casa ya había llegado el momento de leer lo escrito por Alejandro y entonces aprecié en aquella promesa un matiz casi siniestro en lugar de la frase inocente que había escuchado en un primer momento. En realidad no había comprendido nada de nada.