Fragmentos (B.4)

[…]“Ya no puedo sacar fotos”.

El comienzo de una historia es siempre algo muy importante. Si pensamos en una novela, la primera frase marca el pulso de todo lo demás, coacciona al lector pero sobre todo al escritor. El mundo está lleno de grandes novelas con comienzos espantosos y de historias con comienzos brillantes que devienen luego en mediocres, es cierto.

Pero la rotundidad y la precisión de un buen arranque condensan el brío del que surge el relato con la intención de insuflarlo en quien recoge esas primeras palabras, actuando de cachete que despierta la atención del receptor y de envite autoimpuesto para el cronista. Por esa razón siempre había encontrado un especial encanto en paladear las primeras frases de los libros que leía. Solía devorar los libros a una velocidad casi insana, pero a menudo me detenía en los primeros compases, y muchas veces volvía sobre ellos a lo largo de la lectura en busca de nuevos recodos. Me había acostumbrado a imaginar el proceso que había llevado al autor a elegir esas palabras concretas y no otras para comenzar.

“Ya no puedo sacar fotos”. Alejandro había soltado aquella frase resuelto y la repitió poco después exactamente con las mismas palabras. Estaba claro que había dado muchas vueltas a esas palabras seguramente espoleado por la esperanza de que escarbar en busca de ellas por entre su dolor le ayudaría a entenderlo mejor y, entendiéndolo mejor, comenzar a marginar sus secuelas. Sentía una amargura aguda que no era capaz de superar, pero también tenía miedo de terminar descubriéndose demasiado turbado por ella, de haberse estado ahogando en un vaso de agua por ser incapaz de ver el detalle. Así que cuando escuché ese comienzo rotundo le imaginé desvelado en la cama debatiéndose entre lanzar la petición de ayuda o seguir intentando capear el temporal, escogiendo el correo como método para ponerse en contacto, eligiendo cuidadosamente la postal –ahora entendía que hubiese enviado una postal comercial, y no una de sus fotografías- en alguna tiendecita de recuerdos, esperando la llamada tras el balcón mirando la vida pasar allí afuera.
Apenas unos metros le separaban de la gente apresurada mojándose allí abajo con una lluvia desobediente que pasaba por su lado y se estrellaba en el cristal, pero les sentía lejos, se sentía ajeno a ellos como si hubiesen desconectado el cabo invisible que mantiene interconectado todo lo vivo. Atardecía ya y lo que quedaba de día tenía una refulgencia oscura que había visto en muchas ocasiones como esa en que las nubes negras de lluvia se encontraban con la puesta de sol cuando sonó el teléfono, salió de entre las cortinas como despertando de su ensoñación y respondió seguro “Hola, ¿qué tal?” porque sí, ya sabía quién había del otro lado.