Fragmentos (A.8)

[…]Una tristeza de saldo. 

Aquel sentimiento me había hecho plantearme en muchas ocasiones el dar un giro a mi vida.
Cuando mi ánimo tocaba fondo me decía que debía intentar algo diferente, salir a buscar aquella armonía elusiva aunque eso supusiera derribar toda la estructura que  había ido levantando inconscientemente como un autómata, pero no encontraba el arrojo necesario para afrontar semejante empresa.


Cuando el optimismo regresaba en su mayor esplendor volvía a encontrar breves destellos de magia entre unas sombras que, bajo esa perspectiva, no pasaban de ser retales de pequeños desvelos, punzadas que la vida te hacía en la yema del dedo para probar que  quedaba sangre  en el cuerpo, en lugar de heridas abiertas.

Dejar aquel trabajo era siempre el primer paso a tomar en aquellas fantasías de renovación vital y más de una vez, tres en concreto, estuve a punto de abandonarlo como primer paso para reiniciar el contador pero en todas ellas surgió de forma repentina alguna variable imprevista que terminaba alterando el plan inicial.

Apenas un año después de incorporarme a Direl, cuando estaba pensando en desertar de la monotonía y las interminables horas en pos de la investigación, llegó una recompensa  en forma de aumento de sueldo que, aunque austero, venía a representar una confianza en mi desempeño la cual tuvo mucho más que ver en la decisión de aparcar las aventuras que un dinero que, si exceptuábamos su carácter simbólico, no resultaba algo especialmente relevante para alguien que seguía viviendo en el mismo apartamento alquilado desde que me mudase a la capital con diecisiete años.

La segunda ocasión frustró mi plan un inesperada conversión en responsable de proyecto y la última vez llegué a conseguir exponerle a mi jefe mi intención de dejarlo.  Creía haberlo hecho de una forma que dejaba claro que mi propósito era buscar un cambio de vida, pararme a reflexionar sobre lo que deseaba sin nada que me impidiese llevarlo a cabo, creía que había sido capaz de mostrar mi determinación lo suficientemente clara como para recibir como respuesta una bendición o un reproche; una, en todo caso, que asumiese mi decisión.  Pero no fue así.

Cuando me senté delante de mi jefe, éste me dejo hablar, explicar mi discurso.  Escuchó en silencio como lo hacía pocas veces, acostumbrado como estaba a llevar el peso de las conversaciones e incluso interrumpirlas de forma un tanto extravagante cuando la charla le parecía aburrida.  Cuando terminé, su expresión no había variado un ápice y tan solo se apreciaba el mismo gesto de atención. Con total calma, como si estuviese esperando esa conversación desde hacía tiempo, pareció hacer suyas mis palabras e incluso mi desabrimiento y adoptó una actitud paternal, la del veterano que comprende los desvelos del chaval. Lejos de darme una palmada en la espalda y desearme buena suerte, o de indignarse y maldecir a esta juventud tan irresponsable, se puso cómodo en el sillón, tomó un bolígrafo entre sus manos para hablarme primero de su juventud y luego de la importancia de tantear bien cada paso en la vida. “Al fin y al cabo eres matemático, ¿no?”.  Entré en aquel despacho dispuesto a dar un paso adelante, a renunciar a aquella vida que llevaba cuyo centro eran mis proyectos, mis clientes, mis fórmulas, mis compañeros, mis trayectos de ida y vuelta de casa a la oficina cruzando el parque, mis lecturas vespertinas y unos pocos sueños arrancados al olvido al despertar por la mañana, y salí con el compromiso de “valorar al menos” la opción de dar un paso adelante pero en la dirección opuesta. “Eres bueno, y no creo que eso sea casual.  Si lo que haces no te gustase aunque fuese un poco, nunca podrías haber conseguido los resultados que has tenido en estos tres años.  Si no te ves con ganas ahora, si quieres darte un respiro, siempre vas a tener las puertas de Direl abiertas.  Siempre.  Para entrar y para salir.  Solo te pido que pienses con calma en lo que te ofrezco antes de tomar una decisión.  El corazón es importante en esta vida, pero tomar las decisiones con la cabeza, con la razón, me parece siempre mejor opción. ¿no crees?”.  Lo que me ofrecía era dejar de lado la vorágine de los proyectos y asumir una responsabilidad más comercial, la de investigar las necesidades de los posibles clientes y disponer de recursos para hacer un estudio previo de qué soluciones les podríamos aportar.   

Sucesos como aquel acababan trastocando el razonamiento en base al que había justificado la aun precaria determinación, la audacia huérfana de coraje, y acababan por sepultarla bajo una montaña de miedo a lo incierto contrapuesta a la certidumbre que se me servía, que me hacían sentir un tanto irresponsable por pretender  escapar sin una alternativa clara. 

A la semana siguiente, firmé el nuevo contrato que había encima de mi mesa y firmé, una vez más, mi huida hacia delante.