Fragmentos (A.7)

[…]Y no llevaba números

Yo, por contra, no les había dado tregua. Mientras Alex me escribía sus primeras postales con tinta verde, yo pasaba del aula a la oficina con un breve paréntesis de tres semanas en medio. Alejandro había encontrado su gran oportunidad colgando de un tablón de anuncios de la Universidad y yo por mi parte vi otra.

En aquel momento me enfrentaba a una incertidumbre que oscilaba entre incómoda y angustiosa; la euforia por haber conseguido terminar la carrera que experimentara el día que hice mi último examen pronto dejó paso a un vacío descomunal. De repente lo que me había tenido ocupado durante los últimos años se había acabado y no tenía ni idea de qué hacer a continuación, lo que convertía la tranquilidad del deber cumplido en un desafío ímprobo por encontrar algo que lo sustituyese, alguna clase de reto en el que afanarme. Como si las paredes de aquel recinto universitario se hubieran convertido en apenas cinco años en un apéndice, encontraba sosiego en regresar allí, tal vez buscando una transición tranquila o directamente una continuación, esperando alguna clase de conexión entre la etapa que se cerraba y lo que había de venir después. Acaso por ello estaba considerando de forma muy seria comenzar el doctorado cuando me crucé el anuncio de Direl, que suponía la posibilidad de pasar de lamentar aquella nada repentina a disponer de una alternativa.

Envié el currículo un lunes y, tras un par de entrevistas con un tipo de aspecto muy elegante y comportamiento un tanto histriónico que luego se convirtió en mi jefe, al siguiente era un flamante becario con casi tantas ganas de tener un sitio donde pasar el día rodeado de gente como de aprender todas aquellas cosas nuevas que me iban lanzando. Partía de un compromiso de tres meses de prácticas pero, tras las dos entrevistas, todos asumíamos que -salvo desastre- aquellos tres meses eran el prólogo a un contrato y habían de servir para que aquellos meses dedicados a formación en los que mi aportación al negocio iba a ser casi inexistente no supusiesen una carga económica muy grande. El trato venía a ser: tu aprendes mucho, demuestras que no nos hemos equivocado apostando por ti, y a cambio nosotros te contrataremos. Me parecía más que justo y no revistió sorpresa alguna. Tres meses después pasaba a ser un empleado más de la compañía, a gestionar mi primer pequeño proyecto y a tener tarjetas de visita con mi nombre estampado en tinta gris.

La empresa era una consultora de pequeño tamaño, apenas treinta empleados, pero en pleno crecimiento y donde se advertía enseguida la presencia de una gran proporción de matemáticos en plantilla, junto a economistas y algún que otro físico. El objetivo de los proyectos era usar las matemáticas para ayudar a otras empresas a ser más competitivas, a mejorar su seguridad o a estudiar el comportamiento de sus clientes. Desarrollábamos fórmulas y algoritmos para aplicar en aplicaciones informáticas, para proteger operaciones bancarias, pero también para predecir y analizar comportamientos ante anuncios publicitarios, o patrones de consumo. El jefe solía decir que nuestros clientes habían convertido sin saber muy bien cómo a las personas en números, y ahora nos tocaba a nosotros descifrar cómo. Luego era cosa de aplicar la propiedad conmutativa para averiguar cómo volver esos números humanos y viceversa.
Era obvio que sus conocimientos de matemáticas no eran precisamente fastuosos, pero la primera vez que la escuché, aquella explicación acerca de lo que hacíamos me pareció –a pesar del punto teatral que le infundía el personaje- un tanto tierna, y la acabé adoptando, con algunos cambios, como respuesta a la eterna pregunta de a qué me dedicaba, precisamente porque me atraía la idea –un tanto romántica y novelesca- de que, de alguna forma, había algo más que cifras detrás de lo que hacía.

Pese a que el grueso del equipo era joven y reinaba un ambiente más que agradable entre todos, a pesar de que cada nuevo proyecto suponía una cierta renovación que insuflaba periódicamente un poco de aire fresco, pese a que aquel trabajo parecía dárseme bien y las evaluaciones de mis clientes y responsables eran buenas, no conseguía acabar de encontrarme definitivamente cómodo, de encontrar un equilibrio cuya búsqueda parecía haber sido –acaso inconscientemente- el impulso que me había llevado hasta allí . Periódicamente me hostigaba una pesadumbre que arrastraba durante varios días y me hacía sentir mezquino por no conseguir ser feliz con la vida que llevaba.
Me observaba como un personaje solitario de una película en blanco y negro al que la cámara siguiese en un plano picado mientras realiza una serie de rituales diarios con una evidente desgana; un personaje desconocido, anónimo, a quien el espectador puede reconocer sombrío pero del que nada le permite distinguir la fuente de semejante estado para terminar de empatizar con su fracaso y tal vez comprenderlo. Hasta mi propia tristeza me resultaba incompleta, una tristeza de saldo.