Fragmentos (A.6)
Tras aquella instantánea y su particular catarsis austral, el regreso de Tierra de Fuego lo hizo convertido oficialmente en fotógrafo. Empezó militando en la trashumancia de la noticia, recibiendo sucesivos encargos casuales de medios que habían publicado su retrato de la desesperación de quien reclama un dinero que nunca existió, publicaciones que le suponían aun por la zona y cuyos encargos fueron posponiendo su regreso persiguiendo la actualidad allí donde le proponían ir: ahora a Chile, luego a Venezuela y de vuelta a Argentina.
Aquellas primeras postales contaban las hazañas para conseguir cruzar fronteras ayudado por los trámites desde España de sus recién adquiridos contactos en la prensa, reflejaban la fascinación ante aquellas oportunidades que le iban surgiendo y que desde luego no podía rechazar.
Viajaba gratis, le pagaban razonablemente bien y, sobre todo, estaba disfrutando con esplendidez aquellas oportunidades. No era una cuestión de vanidad, cualidad que nunca observé en Alejandro, sino una especie de autorrealización espiritual que nacía de la creación, una emoción que con toda seguridad había sentido toda su vida cada vez que tomaba una fotografía pero que de repente se multiplicaba, se reproducía en su interior y le acariciaba hasta que se dormía plácidamente en la pensión de turno o en la bañera de algún pick-up.
La fotografía había sido su mejor amiga desde hacía ya mucho tiempo y él nunca le había pedido más, era feliz solo con saber que estaba allí cuando necesitase desahogarse, relajarse, olvidar, recordar, reír o llorar. Pero ahora, ella era algo más. En algún momento durante aquellas semanas, ambos dieron el siguiente paso y diríase que se dieron las llaves de sus respectivas almas. Un amigo nota esas cosas aunque sea a miles de kilómetros de distancia. Solo había que ver sus fotos para darse cuenta.Los viajes en busca de la esencia de la actualidad le permitían tomar otras imágenes, con las que pronto se labró una buena reputación como fotógrafo de viajes, que terminaría siendo su principal dedicación. En eso tuvieron una importancia fundamental instantáneas como las que disparó en la Patagonia.
Una en particular terminó presidiendo la pared del salón de mi apartamento en una ampliación de generoso tamaño. Se trataba de una panorámica del Lago Fagnano con un colosal poder cautivador. Dos árboles frondosos se cruzaban en primer plano ocultando parte del espejo de agua y de la cordillera con sus cumbres coronadas de perfecto blanco. Sobre ellas, el sol iba camino de su retirada aunque aún no había alcanzado un punto tal que comenzase a teñir de ámbar la escena, sino que los colores se apreciaban vivos, penetrantes y orgánicos.
Alejandro no había captado solo aquellos tonos y aquellas formas, no se había limitado a encuadrar y a exponer, a buscar un ángulo y una situación. Había penetrado en las entrañas de la creación, había comprendido aquel instante y lo había replicado como un escribano de luz haciéndolo, si no imperecedero, sí perdurable. Había conseguido que cuando cerrase los ojos pensando en aquellos árboles y la brisa que apenas agasajaba sus hojas, en aquel agua límpida y los destellos que la surcaban, recordase haber estado allí. Nunca un matemático había estado tan cerca de la fórmula del mundo. Y no llevaba números.