Fragmentos A.2
Habituado a mi vida de estructura casi circular en una capital de provincias, preparar el viaje a Bélgica supuso entonces algo así como un hito, un reto que se me antojaba más complicado de lo que seguramente lo fuese para la mayor parte de los mortales pero cuya consecución me dejó satisfecho con mi desempeño. A veces mi trabajo me requería realizar algún viaje, pero aquellos eran cortos y muy rara vez había tenido que salir del país. Y, lo más importante, siempre me encontraba los billetes de tren o avión, la dirección del hotel y los vales necesarios para abonar la estancia en el mismo en un sobre encima de mi mesa.
Todo estaba pensado para que yo me centrase en hacer “mi” trabajo y para eso, otro se hacía cargo de la porción que incluía desde adivinar si prefería asiento par o impar hasta recordarme con la antelación precisa la cita con el personal de embarque, no tanto por desconfianza hacia mi memoria –que es, al fin y al cabo, una de las pocas virtudes de que puedo presumir- como por un muy interiorizado sentido profesional. Más de una vez había pensado que María, la chica que cada mañana recibía a todos con una sonrisa, podría hacer mi trabajo mejor que yo, pero cuando me había parado a considerar si yo podría desempeñar el suyo con la misma eficacia rápidamente concluí que seguramente el resultado sería desastroso. Así que cuando me sorprendí comparando horarios y precios, fui consciente de que no solo sería capaz de moverme relativamente bien entre aquella jungla de ofertas, conexiones, compañías y hoteles, sino que además recordé que suponía una actividad bastante estimulante el planificar un viaje.Se me ocurrió entonces preguntarme si María sentiría alguna clase de emoción que no fuese indiferencia cuando tenía que hacer lo mismo para alguno de sus compañeros, si experimentaría la misma sensación de triunfo que acababa de embargarme a mi cuando conseguía ahorrar un buen puñado de euros en un mismo vuelo.
Todo esto tenía lugar un miércoles. El viernes a primera hora de la tarde tomaría un coche de alquiler y conduciría durante algo más de cuatro horas a Madrid, donde tomaría un vuelo a Bruselas. Allí me recogería Alejandro. Disponía de la jornada del jueves y toda la mañana del viernes para atacar algunos asuntos pendientes en el trabajo, así como para solicitar un par de días de vacaciones que me permitiesen aterrizar el lunes a última hora en Madrid y decidir si emprendía inmediatamente la vuelta en coche para descansar en mi cama o hacía noche en la capital y regresaba con calma a casa con la luz del día. Teniendo en cuenta que, transcurrida una buena parte del año, aun no había agotado siquiera las del anterior y que gozaba de una autonomía bastante amplia en esos asuntos, estaba seguro que no habría ningún problema a pesar de lo precipitado de los planes que habíamos acordado Alex y yo. Poco importaba que esa autonomía no fuese tanto un gesto de confianza como una concesión fundada en un cálculo puramente analítico acerca de lo que mis centenares de horas anuales aportaban y detraían del negocio. Una cuestión, como tantas otras, de números. Números que en este caso me favorecían.
No dejaba de ser una ventaja envidiable que no todos mis compañeros podían disfrutar, cierto, pero con el tiempo había terminado incluso por aborrecer esa clase de supuestos privilegios que se me habían ido brindando con la esperanza –o la certeza- de que no los ejercería sino que, al contrario, me conformaría con saber que existían y redoblaría mis esfuerzos en correspondencia. No culpaba tanto a mis superiores de esto como a mi mismo. Al fin y al cabo, era yo el que desechaba casi por sistema cualquier oportunidad de hacer algo diferente, de disponer de mi tiempo libre. Algún observador imparcial podría pensar que me había autoimpuesto alguna clase de penitencia, pero se trataba de algo bastante más prosaico pero mucho más peligroso: la fuerza arrolladora de una costumbre contra la que solo de forma muy ocasional me sentía con ímpetu suficiente para rebelarme.
No importaba si era la conversación con Alejandro, la recuperación sorpresiva de aquel vínculo latente con un pasado que se mostraba en mi mente cercano al tiempo que remoto –tal vez porque cada cosa ocurría en un plano diferente-, lo que había motivado mi euforia, lo que había obrado el pequeño milagro de conjurar la desidia. No importaba la perspectiva de interminables horas de coche, volver a tomar un avión después de tanto tiempo. De repente, solo importaba aquel viaje, volver a ver a Alejandro y averiguar qué tripa se le había roto para convocarme a una ciudad con un nombre que siempre me había sonado cautivador como ‘Brujas’. Me sentía ilusionado, ansioso ante la perspectiva de aquellos días que habrían de ser diferentes, tal vez sorprendentes. Pero desde luego, no imaginaba para nada lo que esa combinación caprichosa de azar, elección e interacción que algunos llaman destino –curiosa denominación para la incógnita de una ecuación que se nos antoja inextricable- me tenía reservado. Cuando el viernes tomé el coche rumbo al aeropuerto, aun creía que aquello era solo una visita de trámite. Iluso.